[Esta entrada apareció publicada el 15 de octubre de 2021, en la contraportada del semanario Viva Rota, donde también la pueden leer]
O volcanismo, un fenómeno de erupción de roca fundida que tiene lugar en la superficie de la Tierra -o en un cualquier otro planeta o satélite, eso sí de superficie sólida-, cuyas distintas manifestaciones como volcanes, géiseres o fumarolas, y materiales como magmas, lavas, gases o tefras, son estudiados por una rama de la geología conocida como vulcanología o volcanología.
Etimológicamente todos estos términos se forman a partir de la palabra volcán, de origen latino, ‘Vulcanus’ era el nombre del dios romano del fuego que vivía dentro del Etna. La historia de la vulcanología, como la de cualquier otra rama de las ciencias naturales, viene marcada por la curiosidad del hombre, su deseo por conocer y la voluntad por (intentar) controlar a la naturaleza.
Y en su milenaria historia científica, cuyo último capítulo se está escribiendo por desgracia en la isla canaria de La Palma, tiene especial importancia la teoría de la deriva continental (1912) del alemán Alfred Wegener. Gracias a ella conocemos y entendemos la causa y localización, en las fronteras de las placas tectónicas, no solo de las erupciones volcánicas sino también de los terremotos.
Con anterioridad y entre otros
vulcanólogos, geólogos especialistas en geodinámica y geomorfología, le pongo negro sobre blanco al británico William Hamilton y al francés Nicolas
Desmarest, primero en
aportar pruebas (1760) de que los conos volcánicos eran fenómenos geológicos muy alejados en el pasado. Dos polímatas, quizás no
tan conocidos como el prusiano Alexander
von Humboldt o el francés conde de
Buffon, por citar algunos.
Aunque si ha habido un vulcanólogo conocido y a la vez ejemplo paradigmático de la curiosidad humana, de la que le hablaba más arriba, éste no es otro que el romano Plinio el Viejo (siglo I), autor de la enciclopedia ‘Naturalis Historia’. Donde describe algunos volcanes, entre ellos al siciliano Etna, por cierto, acaba de entrar también en erupción hace unos días, y al Vesubio del que sólo hace una referencia, a pesar de ser testigo directo en su erupción del año 79.
A pesar digo porque, tras divisar
desde su villa en Miseno la
formación de “una nube extraña y
enorme”, el monte Vesubio dista
treinta kilómetros de ella, y sabiendo lo que sabía, decidió estudiar ‘in situ’
el fenómeno.
Y una vez allí le pudo su curiosidad científica que tan cara le costó, pues murió allí sepultado por una sempiterna lluvia de ceniza y piedra pómez. Lo sabemos por su sobrino, Plinio el Joven, que vivía con él pero que no viajó hasta el volcán.
Dicen que la curiosidad mató a un gato una vez, aunque no fue al único;
también dicen que ‘somos un conjunto de átomos y moléculas dotados de
consciencia y curiosidad’. Por decir que no quede.
[*] Introduzcan en [Buscar en el blog] las palabras en negrilla y cursiva,
si desean ampliar información sobre ellas.
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