Pararrayos
de Franklin
Un efecto punta con muchas aplicaciones entre las que se
cuenta uno de los inventos del prolífico Benjamin Franklin, el conocido pararrayos
de 1753, si bien existen evidencias de que éste también fuera desarrollado de
forma independiente en Europa por el canónigo y científico checo Prokop
Diviš (1698-1765) hacia 1754.
Unos pararrayos para protegerse de la caída de los rayos
que inicialmente consistían en una varilla de acero de unos dos metros
(2 m) de largo, que se instalaba en los tejados y partes altas de los edificios
y que estaba unida a tierra por medio de un cable conductor. Franklin incluso llegó
a fundamentar el fenómeno en una teoría del fluido único, según la cual
existen dos tipos de electricidad atmosférica: la positiva y la negativa,
y lo dejó aquí.
Lo cierto es que el invento, en este momento de la
revolución industrial, causó furor en la sociedad hasta el punto de llegar a diseñarse
y poner a la venta, unos coquetos paraguas con pararrayos incorporado para
protegerse de las descargas, que la gente utilizaba ajenas al riesgo que
corrían de electrocutarse. Algo inconsciente y temerario sí, pero es lo que
tiene la ignorancia que es osada.
Pero es que también, en el otro extremo del saber, el
científico, ocurría tres cuartos de lo mismo, y para ello basta recordar aquí
al que está considerado como el primer mártir eléctrico. El ya enrocado físico
alemán Georg Wilhelm Richmann (1711-1753) quién en 1753, y siguiendo las
investigaciones B. Franklin para verificar el efecto de protección,
recibió una descarga eléctrica mortal, mientras trabajaba en parte de la
instalación de un pararrayos.
“Fuego
que no ardía”
Teniendo en cuenta este efecto punta del
científico e inventor estadounidense, se comprende que el fuego de San Telmo
se observara al principio y con cierta frecuencia en el mar, y que fueran
los navegantes los primeros en saber de ellos, puesto que se formaban en los
extremos de los mástiles de los barcos. Unos mástiles que, aunque parecían
estar en llamas, no se quemaban.
Recordemos el “fuego que no ardía” del
evolucionista Charles Darwin (1809-1882), en esa carta que escribe en
1832 a su amigo y mentor J. S. Henslow (1796-1861), mientras viajaba por
el río de la Plata a bordo del HMS Beagle, en su famoso y decisivo viaje
de casi cinco años.
Por cierto que el naturalista inglés, en dicho viaje,
llevaba en su equipaje un ejemplar del diario de Antonio Pigafetta
(1480-1534) escrito casi trescientos años antes, lo que nos da una idea del
valor científico del texto. Pigafetta iba como cronista en la Expedición de
la Especiería y la Primera Vuelta al Mundo (1519-1522) de Fernando
Magallanes (1480-1521) y Juan Sebastián Elcano (1476-1456), y en él
aparecen también recogidos los fuegos de San Telmo. (Continuará)
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si desean ampliar información sobre ellas.
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