(Continuación) A propósito de los cuentos de Oscar Wilde (1854-1900) que de vez en cuando le traigo a esta tribuna pretendidamente didascálica, y con motivo del último de ellos, ‘El joven inventor’, un amable lector me preguntaba por correo electrónico acerca de mi interés por el dublinés. Una curiosa pregunta cuya respuesta me ha hecho pensar más de lo que pensaba, pues lo cierto es que nunca me había parado a reflexionar acerca de ello. Veamos.
Si la memoria no me falla
-algo que no le puedo asegurar ya que nunca fue muy buena y el paso del tiempo,
eso sí se lo aseguro, no la ha mejorado-, creo que mi primer contacto con la
obra de Wilde fue relativamente temprano, en el colegio, de la mano de
algunos de sus grandes éxitos teatrales y extraordinarios relatos.
Desde entonces no me han
faltado razones para leerlo, y a veces releer, no en vano estamos ante un
profundo diletante que además de dramaturgo, poeta, excelente ensayista y gran
narrador fue un ingenioso conversador, dueño de un gusto exquisito y honda
sensibilidad, y poseedor de una vasta cultura y alto sentido de la belleza.
Sí, caí joven en la pegajosa maraña de sus palabras y el denso tejido de su ingenio y, desde ese momento, no he dejado de tener continuas recaídas. Estas cosas pasan.
Fueracacho
Cómo no hacerlo ante
quien nunca tuvo el menor pudor en colocarse ‘fueracacho’, haciendo de este
vicio cobarde del torero, virtud valiente del hombre en lo personal y en lo
literario. Perdone la digresión tauromáquica, por la que abro paréntesis.
Por si no cae ahora, la
palabra fueracacho la suelen utilizar los aficionados taurinos para referirse a
aquel coletudo que no se pone enfrontilado al toro para citar y que alarga
mucho el brazo para provocar la embestida, ya ve por dónde voy. Vamos un torero
que está fuera de lugar y cierro paréntesis.
Bueno pues este ‘fueracacho’ lo practicaba Wilde sólo que a modo de virtud, por ponerle un ejemplo, cuando no se recataba lo más mínimo en mostrar su disgusto con la mediocridad y los mediocres, que en su opinión eran mayoría, y de muestra sirva este botón. Al empezar diciendo aquello de «Me alegra que haya venido: hay cien cosas que no quiero decirle» y remataba asegurándoles que no le gustaban los principios…, que prefería los prejuicios.
Oscar, siempre Wilde
Sin duda le precedían su
fama de persona de gran ingenio e impecable dicción, y le perdían esos sus
modales y maleva reputación de dandi. Un día, precisamente al ridiculizarle
alguien por su falta de naturalidad, le espetó: «Ser natural es una pose demasiado
difícil». Paradójicamente nuestro hombre detestaba a las personas que
hablaban de sí mismas, cuando en realidad, eso decía al menos, lo que querían
es hablar de él, mismamente como le ocurría a él mismo. (Continuará)
[*] Introduzcan en [Buscar en el blog] las palabras en negrilla y cursiva,
si desean ampliar información sobre ellas.
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