(Continuación) De hecho Isidoro de
Sevilla (556-636) las cita nada menos que en su Etimologías, por sus (supuestas) virtudes curativas y salutíferas.
No les digo más, todo un Doctor de la Iglesia pronunciándose al respecto.
Mas las ciencias avanzan, y claro
que les tengo que decir que, de las supuestas propiedades mágicas del glossopetrae, nada de nada, por mucho
que lo diga el Padre de la Iglesia. No tiene fundamento científico alguno y se
trata de una falacia más, de las muchas con las que pretenden sacarles su
dinero los charlatanes de turno.
Pero el caso es que, a la luz de los conocimientos de la época, la cosa no
estaba tan clara y de alguna forma no andaban muy descaminados los que así
pensaban. Buena prueba de ellos es que estas rarezas de la naturaleza, durante
el Renacimiento (siglos XV y XVI) siguieron despertando un notable interés.
Al menos el suficiente como para que se elaboraran tratados sobre la
materia como De omni rerum fossilium
(1565), del naturalista suizo Conrad
von Gesner (1516-1565) iniciador por otro lado de la zoología moderna.
Es precisamente en esta obra donde el término glossopetrae hace referencia de forma expresa, a cualquier objeto extraído
de la tierra.
Y si bien su autor hace descripciones bastante completas de las lenguas de
piedra, señalando incluso por primera vez su semejanza con los dientes de
tiburón, no llega en ese momento a establecer una relación entre ellos.
Dos realidades por tanto diferentes, glossopetrae y dientes de tiburón, para
un mismo fenómeno, que ahora planteaba un nuevo enigma añadido, ya que no se
comprendía cómo esos dientes de tiburón fosilizados podían estar incrustados en
rocas terrestres.
Unas rocas a veces incluso en las laderas de las montañas y casi siempre tan
lejos del mar. Una doble naturaleza material (rocosa y biológica) y una ubicación
del todo misteriosas, que empezaron a desvelarse al menos en parte, poco más de
un siglo después, ya en plena Edad Moderna (siglo XV al XVIII).
Glossopetrae.
Edad Moderna
Esta parte de la historia comienza en octubre de 1666 y nos viene de la
mano del médico anatomista danés Nicolás
Steno (1638-1686), que por aquel entonces trabajaba para Fernando II de Médici,
gran duque de Toscana, en la Accademia
del Cimento o Academia del Experimento.
Se trata de la primera institución dedicada a la ciencia experimental de la
que tenemos constancia, cuyo lema era ‘Provando e riprovando’, toda una
declaración de intenciones y a la que llegó para ser examinado un extraño
objeto. Era octubre de 1666.
La enorme cabeza de un gran tiburón blanco recientemente pescado y que es encomendada
al anatomista danés.
Aunque estaba mal disecada y había perdido muchos dientes, nuestro hombre
realiza una magnífica disección que logra mostrar, en detalle, las estructuras
de mandíbulas, ojos y oídos. Es cuando Steno se da cuenta que la forma de las
piezas dentales era muy, muy, semejante a la de las glossopetrae.
Tanto que termina por concluir que “aquellos que piensan que son dientes de
tiburón petrificados pueden estar no lejos de la verdad”, a la vez que surge
una nueva incógnita, ¿cómo habían terminado esos dientes incrustados en las rocas?
¿Qué hacían unos escualos en tierra firme?
Todo lo describe en el artículo ‘Head
of a Shark Dissected’, del que el 10
de febrero de 1667 la Royal Society
de Londres publicó una reseña. Fue tal día como hoy de hace trescientos
cincuenta (350) años, uno de esos días que cuentan.
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