(Continuación) Lavoisier,
como la mayoría de los científicos de su época, nunca había visto caer “una
piedra ardiente de los cielos” por lo que lo tenía claro, sólo eran rumores. Una
credulidad más de los supersticiosos campesinos, y así fue como lo apostilló
con la conocida frase de que no pueden caer piedras del cielo, porque en el
cielo no hay piedras.
Una idea que por cierto no era nueva, ya que había sido utilizada
para el meteorito que cayó en 1492 en Ensisheim, Alsacia, por Paracelso (1493-1541) en su libro Liber Meteorum (1566). Una creencia que
enraizó especialmente fuerte en Francia, bajo la influencia de Lavoisier y otros
científicos como Pierre Simon Laplace
(1749-1827) y Siméon Denis Poisson
(1781-1840).
Ellos eran de la opinión de que no sólo no era posible la caída de
cuerpos del espacio, sino que en realidad las piedras y trozos de metal que en
ocasiones llegaban al suelo, se formaban con algunos fenómenos atmosféricos. Un razonamiento apropiado para la época,
ante la ausencia de pruebas en contra.
Pero es sabido que la ausencia de pruebas de un fenómeno, no siempre es
prueba de la ausencia de dicho fenómeno. De hecho, a veces, suele ocurrir que
las afirmaciones que hacen los hombres de ciencia muestran, sobre todo, y más
que nada, los límites del conocimiento de la época.
La realidad se muestra tozuda
Y
termina por aflorar. Tratándose de un fenómeno cierto como lo es, estaba claro
que era sólo cuestión de tiempo que apareciera una prueba irrefutable del
origen del mismo, aunque no es menos cierto que tuvieron que pasar algo más de
treinta años, hasta 1803.
Si
bien en ese interín hubo otros científicos que, interesados en este fenómeno,
siguieron investigándolo. Y en sus estudios comprobaron que los meteoritos no solo caían en cualquier
lugar, sino que eran independientes de las condiciones atmosféricas imperantes:
lo mismo daba que el día estuviera nublado, que lloviera o que hiciera sol. Ya
me entienden.
De
hecho dieron un paso más, llegando incluso a argumentar que las piedras y
trozos de metal que caían del cielo, eran en realidad objetos expulsados del
mismo Sol o por los volcanes de la Luna. En fin. El caso es que había
muchas evidencias, pero ninguna explicación lo suficientemente convincente. No la hubo hasta que llegó el 26 de abril de 1803, cuando en la aldea
francesa de L’Aigle (Normandía) se precipitaron más de tres mil pequeñas
piedras. Una pedrada espacial en toda regla que fue avalada por numerosos
testigos de testimonio incuestionable, lo que se dice, casi, una prueba
científica.
O el valor de la prueba porque el caso es que la Academia de Ciencias francesa terminó por aceptar la existencia de
piedras caídas del cielo, o sea, su origen
extraterrestre. Un cambio de postura que no nos debe llamar la atención
pues así es como avanza la ciencia
que, si se mira bien, es un proceso que consiste más en destruir errores que en
descubrir verdades. Es lo que tiene.
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