Uno de los muchos rellanos que
conforman la escalera de la historia de la teoría
de la evolución darwiniana se
alcanzó el 18 de junio de 1858,
ciento sesenta años lo contemplan ya, cuando el biólogo
inglés Charles Darwin (1809-1882) recibió
una carta de un joven naturalista británico, Alfred Russel Wallace (1823-1913) ¡La sorpresa que se llevó!
Resulta que en la misiva, enviada desde
Malasia donde se encontraba recolectando especies, Wallace esbozaba una teoría
basada en un mecanismo de selección
natural y le pedía a Darwin que por favor la remitiese para su publicación.
Digo sorpresa y me corrijo, fue todo un
sorpresón porque se trataba de la misma teoría y el mismo mecanismo en los que
él llevaba trabajando ya veintiun años, desde 1937, y sobre la que preparaba un extenso volumen para fundamentarla.
Y sin saber cómo se encontró con que un
casi desconocido y descarado joven había tenido, de forma independiente, una
idea similar a la suya, una teoría de la evolución a través de la selección
natural. Imagínense, un auténtico problema de autoría al que sin embargo -y por
si salía alguno más, quiero pensar- pronto encontraron una solución salomónica.
Decidieron unir ambas investigaciones,
repartirse el mérito y presentarla conjuntamente ante la Sociedad Linneana de Londres, junto con una introducción a cargo del
abogado y geólogo británico Charles
Lyell (1797-1875), que está considerado
el padre de la geología moderna, y
del botánico y explorador inglés Joseph
Hooker (1817-1911).
Lo hicieron el 1 de julio de 1858, otro rellano para la escalera evolutiva, y lo
más sorprendente fue que la presentación de dicha teoría no sólo se hizo sin la
presencia de sus autores -Wallace
seguía en Malasia y Darwin estaba de luto tras la muerte de uno de sus hijos-,
sino que el artículo no despertó el menor interés social y no tuvo ni la más
mínima de las reacciones en el mundillo científico. (Continuará)
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