[Esta entrada apareció publicada el 29 de enero de 2021, en la contraportada del semanario Viva Rota, donde también la pueden leer]
De este producto deflagrante, o de mezclas químicas parecidas, sabemos que era conocido por el hombre desde hacía mucho tiempo. Que se inventó en distintos lugares a la vez, por ejemplo en China, si bien en Occidente no fue conocida hasta finales del siglo XII y que no es, hasta principios del XIII, cuando se tiene constancia escrita de las primeras fórmulas de la pólvora. Aparece en ‘De secretis operibus artis et naturae’ (1249), del científico y filósofo inglés Roger Bacon, donde se especifica la composición de la pólvora negra y su extraordinaria capacidad explosiva. Llama la atención que no diga nada de su origen ni la reivindique como invención propia, de hecho, no parece darle importancia, aunque sí presiente su enorme y dañino potencial. Un poder destructivo que unido a la facilidad para encontrar los ingredientes con los que prepararla, le hizo ser prudente a la hora de revelar su composición.
Una buena decisión si tenemos en cuenta que, por primera vez, el hombre tenía a su alcance un medio de destrucción superior a su propia fuerza. Y es que el poder de la pólvora dejaba inútiles armas como la catapulta, honda, lanza y espada; sin olvidar su enorme capacidad para matar personas, diezmar muchedumbre o aniquilar ejércitos; ni obviar que puede derribar castillos y edificios o abatir muros y puertas. Sí, demasiado peligroso. Consciente de esta capacidad de destrucción, y para evitar que cayera en manos no deseadas, Bacon decidió ocultar su fórmula convirtiéndola en un anagrama, un intento cabalístico propio de la época, con el que pretendía que su composición sólo pudiera ser conocida por personas de extraordinaria inteligencia. Una característica que él suponía unida a bondad y sensibilidad, un trio necesario y suficiente para no usarla con fines malvados. Hoy sabemos que en la suposición el inglés anduvo errado -no por ser más inteligentes las personas son más buenas-, pero que en la pretensión de ocultarla acertó de pleno.
Al menos durante un siglo, que no es poco. Porque fueron muchos en ese tiempo los intentos para producir pólvora y numerosas las personas que se pusieron mano a ello, pero la suerte sonrió sólo a uno. El franciscano Berthold Schwarz, el monje negro, un alias que le venía que ni pintado dada su afición a prácticas ocultistas como la alquimia y la magia, asociadas a cierto saber esotérico, oscurantista y negro. De hecho, Schwarz está considerado por algunos como el descubridor de esa sustancia explosiva conocida como pólvora, pólvora negra, claro. Pero no, él tan solo tradujo el cabalístico reto baconiano, “Tómense siete partes de salitre, cinco de carbón nuevo y cinco de azufre”. El latinajo anagramado rezaba: ‘Sed tamen salis petre lvrv vopo vir can vtriet sulphuris’.
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