Es una evidencia al alcance de cualquier.
A los humanos, en menor o mayor grado, nos gusta comer picante. Bien sea formando parte del sazonado de algunos platos, para los más prudentes, o ingiriendo directamente el fruto picante, por ejemplo, la guindilla, para los amantes de sensaciones fuertes. Es así.
Y este gusto nos viene desde tiempos antañones. Prueba de ello es que cultivamos, desde hace unos cinco mil (5 000) años, una gran variedad de frutos de este tipo ¿Por qué es así?
Hipótesis científica
En la búsqueda de una explicación, para esta atracción humana por la comida picante, se la asoció con la natural y animal sensación de búsqueda y recompensa que tenemos. Un mecanismo de vivencia y supervivencia. Después se barajó una hipótesis según la cual, fruto de la tolerancia al ardor que adquiriríamos con su ingesta, terminaríamos insensibilizándonos a ella con el paso del tiempo y perdiendo, por tanto, el gusto por comerlas.
Pero como es evidente que esto no es así, y que a pesar del tiempo transcurrido nos sigue atrayendo lo picante, en el Departamento de Ciencia de los Alimentos de la Universidad Estatal de Pensilvania, hace unos años, se puso en marcha una investigación.
Se sometió a un centón de voluntarios a una serie de ingestas de muestras líquidas de capsaicina -recuerden que es el principio activo de los pimientos, causante del picor- pidiéndoles que la mantuvieran en la boca durante tres segundos (3 s), antes de escupirla.
Con posterioridad se les pidió que calificaran, por un lado, la sensación de ardor experimentada y, por otro, su gusto posterior por una serie de alimentos, picantes y no picantes.
Comemos lo que nos gusta y nos gusta lo que comemos
Tras dicho planteamiento experimental subyacía una idea de amplio consenso. La de que existen estímulos de recompensa, cosas que vamos a buscar, pero también la sensibilidad al castigo, conducta que nos hace evitarlas o, cuando menos, no buscarlas. Del análisis de los resultados empíricos obtenidos se dedujo, no sólo, que la sensibilización al picante no disminuía nuestra búsqueda de recompensa, cosa ya sabida.
Además, apoyaban la hipótesis interpretativa de que las diferentes personalidades de cada uno de nosotros, pueden controlar las diferencias de gusto y consumo de la comida picante.
Es decir, que la afición por la comida picante tiene poco que ver con la tolerancia al ardor que ésta provoca, y mucho con la propia personalidad de quien la ingiere.
De modo que, además de la desensibilización, tiene que haber algún tipo de cambio afectivo en nosotros. No se trata ya de que el ardor sea algo malo, sino que hemos aprendido a disfrutar de dicho ardor. Cómo somos los humanos.
Lo que nos lleva a un nuevo punto de vista científico sobre el picante asunto. El de la genética. Y que nos hace pensar que podríamos avanzar en la comprensión de por qué las personas diferimos en nuestras preferencias alimentarias.
Un avance que, incluso, podría tener implicaciones en la planificación de futuras intervenciones de salud pública, en torno a la concepción de una alimentación saludable.
Lo dicho. Comemos lo que nos gusta y nos gusta lo que comemos. Una cuestión de personalidad, que ya parece probada.
Lo que está bien. Pero si lo piensa quedan, que se me ocurran, al menos una terna de cuestiones entre curiosas y científicas en el aire.
Una. Esta afición humana por lo picante, ¿se da también en el resto de los animales?
Dos ¿Cómo producen capsaicina las guindillas?
Y tres. Sabemos que las guindillas pican pero, ¿qué necesidad tienen las guindillas de picar?
Hay que ver cómo es la ciencia de curiosa.
1 comentario :
¿Tendrá q ver con la conservación del alimento? Cuanto más picante, menos parásitos, luego a la larga, más recompensa, a la larga...
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