Más en concreto lo hizo entre la isla irlandesa de Valentia y Newfoundland en Canadá.
Del tendido de los miles de kilómetros de cable se encargó la empresa Atlantic Telegraph Company, que tuvo que superar numerosos reveses de toda índole: geográfica, científica, técnica, etcétera.
En tan fabulosa tarea se utilizó un barco, el SS Great Eastern.
Un transatlántico con casco de hierro, propulsado por vapor y velas, que en el momento de su botadura era el mayor barco construido con sus doscientos once metros (211 m) de eslora.
Quizás por eso, originariamente, fue bautizado con el nombre de Leviatán, como la bestia marina del Antiguo Testamento. Un término que en la actualidad lo empleamos como sinónimo de gran criatura o monstruo si quieren.
El caso es que gracias a él se pudieron extender sobre el fondo del Atlántico Norte, los cuatro mil doscientos kilómetros (4200 km) de cable que conectaban ambos puntos intercontinentales.
Puntos geográficos que desde el punto de vista de la telegrafía, no fueron los primeros que se unieron. En realidad el cable telegráfico de 1866 fue la culminación de una serie de intentos que le precedieron.
Y como suele ocurrir en muchos casos, su consecución sólo era cuestión de tiempo.
Seis palabras por hora
El primero de estos cables telegráficos se completó en 1858. Tendido sobre el lecho del océano Atlántico, unía el Telegraph Field, Foilhommerum Bay, isla de Valentia en el oeste de Irlanda con Heart's Content, en el este de Terranova. Se trataba de un cable de cobre (Cu) que estaba protegido por un aislamiento exterior de gutapercha, un tipo de goma parecida al caucho, translúcida, sólida y flexible.
Desde el punto de vista físico-químico se trata de un polímero termoplástico natural, que resultó muy útil durante la segunda mitad del siglo XIX, al utilizarse en numerosas aplicaciones domésticas e industriales.
Gracias a este hilo telegráfico, el 16 de agosto de 1858, se pudieron intercambiar ilusionantes y eufóricos mensajes entre los máximos representantes de ambos países: la británica reina Victoria y el estadounidense presidente James Buchanan.
Aunque eso sí, la calidad técnica de la comunicación, vista con los ojos de hoy, dejaba mucho que desear. Y es que vino a ser de unas seis palabras por hora.
De acuerdo que era muy, muy, pobre. Ridícula si quieren comparada con la tenemos en los días que corren, acostumbrados a transmitir casi de manera instantánea cantidades gigantescas de datos.
Pero créanme si les digo que fue algo más que extraordinaria en aquellos momentos, máxime si tenemos en cuenta la alternativa existente hasta entonces.
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