En resistencia de materiales, la resiliencia está asociada a la energía de deformación por unidad de volumen, que puede ser recuperada de un cuerpo deformado cuando cesa el esfuerzo que la causa.
En teoría coincide con el trabajo externo realizado para deformar un material hasta su límite elástico, por lo que en el Sistema Internacional de Unidades SI se expresa en julios por metro cúbico (J/m3) y, empíricamente, se puede determinar, entre otros métodos, por el péndulo de Charpy.
Una propiedad de los
materiales que no debemos confundir con la tenacidad, aunque estén
relacionadas, pues ésta refiere su capacidad para absorber energía antes de
fracturarse, es decir, su resistencia a romperse bajo impacto; de hecho, se
considera que un material es tenaz si puede deformarse significativamente antes
de romperse.
Esta propiedad cuantifica la cantidad de energía almacenada por el material antes de romperse, mientras que la resiliencia tan sólo da cuenta de la energía almacenada durante la deformación elástica.
Entre los materiales
naturales quizás el más resiliente sea la seda de araña (4500 kJ/m3)
seguido del tendón (2800) o el cuerno de mamíferos (1800); la madera presenta
valores de resiliencias distintos en función de su tipo, signo de la tensión u
orientación respecto a la dirección de las fibras. ‘Cuando te encuentres
en un agujero, deja de cavar’.
Una capacidad de
adaptación frente a un agente perturbador que si bien tiene su origen en la
metalurgia de la segunda mitad del siglo XX, como concepto no tardó en pasar a
algunas ciencias de la vida como biología y ecología, donde se habla de resiliencia
ecológica como capacidad de un ecosistema para resistir el daño y
recuperarse tras una perturbación o tensión de naturaleza diversa.
Acuñado en 1973 por el ecólogo canadiense “Buzz” Holling, entre dichas perturbaciones se incluían eventos como incendios, inundaciones, vendavales, explosiones demográficas de insectos y, por supuesto, actividades humanas como la deforestación, fracturación hidráulica del suelo para la extracción de petróleo, aplicación de pesticidas al suelo e introducción de especies exóticas de plantas o animales.
En concreto Holling y
su equipo estudiaron los efectos del gusano cogollero del abeto en los bosques
canadienses, y los resultados fueron tan fructíferos que la idea terminó siendo
sistémica y aplicable a diversos entornos. ‘En la naturaleza no hay
recompensas ni castigos, hay consecuencias’. (Continuará)
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