Un malentendido, no difícil de deshacer y para lo que sólo se necesita consultar el diccionario.
Por él sabemos que inexplicado es todo aquello que está falto de la explicación debida; que inexplicable es lo que no tiene ni puede tener explicación; y que milagroso es lo que supera o no puede ser explicado por las fuerzas de la naturaleza.
O sea. Que hay saltos cualitativos entre conceptos, por lo que no se deben confundir.
La confusión parte de una idea bien simple: ya que los hechos no podían ser explicados por la ciencia, pues se le pasaba a la categoría de inexplicable; una decisión que en principio no está mal en sí misma, si no fuera porque, para muchas personas, inexplicable es sinónimo de milagroso o sobrenatural.
Y esto no es así. Un fenómeno no explicado es tan sólo un fenómeno inexplicable por el momento, muy lejos de la categoría de milagroso, en el caso de que ésta categoría exista.
Una cuestión por tanto, ésta de decidir si ha habido un milagro o no, que está en manos del paso tiempo astronómico y el avance en el conocimiento humano ¿Cuántos milagros resistirían hoy día la prueba de la ciencia?
De ahí que transcurrido el tiempo y progresado la ciencia, sobre todo en las últimas décadas, para Lorente la interpretación milagrera del sucedido resulte inadmisible.
En sus propias palabras el autor confiesa: “Yo he sido educado como católico, pero hay que buscar explicaciones a lo sobrenatural, aunque soy consciente de que habrá quien lo tome como una agresión.
Quiero dejar claro que no lo es y que lo he hecho con el máximo respeto. Sólo planteo un elemento más para la reflexión”.
Alto y claro.
Y hasta aquí las contra-respuestas, de algunos de los autores citados que les he traído en estos santos días. Serán ustedes con su inteligencia, como siempre, los que decidan dónde está la verdad.
Aunque para ser justo, me gustaría aportar una más.
Así como son totalmente válidas las objeciones que, por parte de la Iglesia, se hacen a la poca contundencia de las pruebas científicas aportadas, tres cuarto de lo mismo se podría decir de los argumentos que la Iglesia aduce para sustentar su creencia.
Los suyos son también afirmaciones gratuitas, en sentido opuesto a las anteriores, y que carecen de la más elemental demostración. Unas afirmaciones que, para más inri, resultan incluso contradictorias.
Basta recordar, por poner un ejemplo, que la resurrección de Jesús no sucedió en el plazo que él mismo fijo. No fueron tres días y tres noches, sino sólo dos noches: la del viernes al sábado y la del sábado al domingo.
O las distintas versiones que los cuatro evangelistas -Mateo, Marcos, Lucas y Juan- dan sobre las circunstancias (personas, hora, hechos, etcétera) que acompañaron a resurrección y que se pueden leer en: Mateo 27:64, Juan 20:1, Lucas 24:1, Marcos 16:2, Mateo 28:1, Juan 20:1, entre otros.
Y es que, como alguien dijo alguna vez: “En todos sitios cuecen habas”.
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