viernes, 13 de abril de 2018

‘El Principito’

Setenta y cinco años ya. Es el tiempo transcurrido desde que en abril de 1943 apareciera publicada en Estados Unidos y fruto de un encargo, su primera edición en inglés. De modo que su autor, Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), no pudo llegar a conocer el enorme éxito de su pequeña obra.
No pudo ser porque no fue hasta 1946 cuando su editor, Gaston Gallimard, la pudo publicar en Francia, tras la liberación y en francés, probablemente no muy consciente por aquel entonces de que lo que presentaba se convertiría en el libro francés más traducido y vendido de la historia.
Incluido entre los mejores libros del siglo XX, ‘El principito’ ha sido traducido a más de doscientos cincuenta idiomas y dialectos, incluido el sistema de lectura braille, y con el tiempo se ha convertido en uno de los libros más comercializados de la historia. Se estima en unos ciento cincuenta millones los ejemplares vendidos en todo el mundo al ritmo de más de un millón por año.
Unos números que impresionan, pero no en vano es el tercer libro más popular de la historia tras la ‘Biblia’ y ‘El capital’, la cuarta novela más vendida tras ‘El Quijote’, ‘Una historia en dos ciudades’ y ‘El Señor de los Anillos’, y la obra más traducida tras la ‘Biblia’, de hecho tengo entendido que pasa por ser el libro no religioso más leído del mundo. Y sin embargo, a ojos vistas, no es más que una obrita pero, claro, “Sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”.
Una obrita. Tanto por la forma como por el fondo. Por ponerles un ejemplo, la edición que tengo encima de la mesa no llega al centenar de páginas incluyendo las, no pequeñas, ilustraciones que para esa primera edición el propio autor realizó en acuarela. Unos dibujos que a Saint-Exupéry no le gustaban por parecerles demasiado esquemáticos e infantiles y que sin embargo, aquí la paradoja, en ellos puede radicar buena parte del secreto del éxito del libro.
No olvidemos su comienzo con un dibujo que para los adultos no es más que un sombrero, mientras que para el narrador, en realidad, se trata nada menos que de una serpiente que se había comido un elefante.
Bueno, no solo a las simples y extraordinarias ilustraciones se debe el éxito literario, también y sin duda alguna, a que el libro está admirablemente escrito a pesar de que a priori el autor lo concibió como una obra menor dentro de su trayectoria literaria.
Se trataba solo de un relato breve concebido para niños, que es lo que le encargaron, un cuento infantil sin más. En la forma se pergeñó como una novela corta, leve y rápida, sin embargo, estas cosas pasan, en el fondo salió como una madura reflexión sobre el sentido de la vida que terminó por convertirse en una puerta abierta a la esperanza.
Así es la historia del niño que explica los valores importantes de la vida y se transforma en un rico mundo narrativo que se rige por reglas propias. (“Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas, y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones”).
¿Obra universal? Es una duda que tengo sin resolver, si estamos ante un clásico de la literatura universal o es más que eso y se trata de un producto de la industria. Hasta donde alcanzo lo veo más bien como un icono, un mito, una millonaria colección de acuarelas originales. Lo dicho, tengo mis dudas.
Lo que no admite ninguna duda y no se lo he dicho aún, es que se trata de una deliciosa obra en prosa poética que nos habla de El Principito, un niño que vive en el asteroide B612, como saben un lugar muy pequeño allá en los confines del espacio, donde sólo existen él, tres volcanes y una rosa.
Una soledad nos dice el relato, que le hace viajar por varios planetas, incluyendo la Tierra, en busca de amigos. Es en medio de un desierto donde el Principito conoce a un piloto (¿el propio Saint Exupéry?), que se ha visto forzado a aterrizar por un fallo mecánico de su avión y por quien conocemos las aventuras del intrépido y pequeño príncipe con su inocente manera de amar y entender la vida.
Y no sigo. La obra es un canto a la inocencia de los ojos de los más pequeños y casi una filosofía de vida que no ha dejado de inspirar a generaciones enteras. Una lectura por tanto de lo más recomendable para los infantes desde los trece hasta los noventa años. (“Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos”).
(Continuará)

1 comentario :

Andrea López dijo...

¿Qué más curiosidaddes históricas y científicas podría contar del libro y su autor? Me gustan mucho los temas que elige