En realidad, el antisemitismo latente en el centro provenía de sus propios compañeros de clase.
Parece ser que es verdadera la historia según la cual, en cierta ocasión, uno de sus profesores mostró un largo clavo asegurando que era similar al utilizado en la crucifixión de Cristo.
Aunque también parece ser cierto, que dicho profesor, en ningún momento, culpó a los judíos de la misma. No hay nada peor que una verdad a medias.
Por supuesto que este aislamiento religioso, unido a su rechazo a los juegos violentos y tendencia a la soledad, aumentaron su sensación de marginación.
De nuevo es su hermana quien nos ilustra sobre la preferencia que seguía mostrando por los pasatiempos solitarios y fatigosos. Aquellos que exigían paciencia y perseverancia. Dice que formaba castillos de naipes de, hasta, catorce pisos.
Una actitud que, seguro, tuvo que ver con la tenacidad que mostró, posteriormente, a la hora de resolver problemas científicos. A pesar de todo, en ese curso, obtuvo unas magníficas notas y fue el número uno de su clase. Ya, con siete años, empezaba a mostrase como una auténtica promesa.
No es cierto que fuera un mal estudiante.
En el amargo instituto
Con casi diez años ingresó en un instituto de secundaria, el Luitpold Gymnasium. Una época de su vida que siempre recordó con amargura.
(En 1889, es el tercero por la derecha de la primera fila)
A su temprana aversión hacia lo militar -desde pequeño le tenía auténtico pavor a los desfiles- se unieron la disciplina paramilitar del colegio y sus rígidos y repetitivos métodos de formación.
Unas características, por otro lado, frecuentes en esa época.
En realidad, el instituto era más bien progresista y el alumno Einstein sacó buenas notas. Excepcionales en matemáticas y física y excelentes en latín, griego y filosofía. Aunque hay que reseñar que fueron más bien, fruto de su esfuerzo personal que de la enseñanza reglada.
No. No era mal estudiante, sólo diferente.
Donde sí lo pasó mal fue en gimnasia, al ser pies planos, y en asignaturas "memorísticas" como botánica y lengua.
Fue el profesor de griego de este colegio, que pasaría a la posteridad por su metedura de pata, el que un día le dijo en clase: “Nunca llegarás a nada”. La verdad es que, bien visto, tampoco estuvo muy descaminado el buen hombre, pues Einstein nunca llegó a ser profesor de griego.
Eso que nos perdimos, vaya por Dios.
De la infantil religiosidad...
Aunque en el colegio era instruido en la fe católica, en su casa, el pequeño Albert recibía lecciones de judaísmo. Lo hacía un tío materno pues, sus padres, siempre mostraron indiferencia hacia la religión. Sorprendentemente, las lecciones despertaron en el joven Einstein una profunda religiosidad. Su “primer arrebato religioso”.
De hecho, y a pesar de su corta edad, era el único de la familia que se negaba a comer carne de cerdo y componía unas alabanzas al Todopoderoso, que cantaba por las calles como un poseído. Una forma de entender a Dios que, no obstante, tardó poco en cambiar.
Fue también otro familiar, su tío Jacob, quien lo introdujo, éste, en las matemáticas.
Le enseñó álgebra como si fuera un divertido juego: el de cazar un animal que no se deja atrapar y que llamamos “x”, hasta que lo atrapamos.
También le enseñó el teorema de Pitágoras, a pesar de que Albert no sabía nada de geometría. Le produjo tal fascinación que él solo llegó a demostrarlo, ya sabe: “la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo rectángulo es igual al cuadrado de la hipotenusa”. Qué cosa.
Y no tenía aún los once años.
Nunca perdió su infantil capacidad de asombro y admiración hacia los fenómenos de la naturaleza (brújula) y la lógica natural. (Lo más incomprensible de este mundo es que es comprensible).
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1 comentario :
me gusta esta biografía.
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