La pregunta
forma parte del primer y más famoso debate que ha habido nunca en torno a una
teoría de la ciencia moderna y sus implicaciones, entiéndase, creacionismo y evolucionismo.
Una disputa que
tuvo lugar el sábado 30 de junio de 1860 en una reunión de la Asociación
Británica para el Avance de la Ciencia de la Universidad de Oxford, de la que
el Obispo Wilberforce era
Vicepresidente.
Vino motivada
por la publicación siete meses antes, en noviembre de 1859, del famoso libro “Acerca del Origen de las Especies” de Charles Darwin. Un libro cuya primera
edición constó de 1250 ejemplares y cuentan que se agotó el mismo día de su
publicación.
Todo un record para
la época y un detalle más del impacto que las ideas darwinianas produjeron en
la sociedad. Un auténtico escándalo. No se pueden hacer una idea lo que fue.
Las posturas enfrentadas
ya se las imagina: creacionismo, por
un lado, y evolucionismo, por otro.
Los contendientes son también conocidos.
Protagonistas
La defensa del
creacionismo corrió por cuenta del obispo anglicano de Oxford, Samuel Wilberforce, hijo del político William Wilberforce, famoso por abogar
en contra de la esclavitud.
El obispo tenía
una formación académica poco usual en esa época. Era, a la vez, profesor de
Teología y de Matemáticas en la Universidad de Oxford. Había ganado un
sobresaliente en matemáticas en sus días de postgrado y estaba considerado como
un reputado teólogo.
Conferenciante
vehemente, brillante polemista, era conocido con el apodo de ‘Sam el jabonoso’, debido a su costumbre
de frotarse continuamente las manos mientras predicaba.
Por supuesto Wilberforce
condenaba la teoría de Darwin por considerarla: “una deshonrosa visión de la naturaleza ... absolutamente incompatible
con la palabra de Dios”.
Seguro que no
había otro rival, capaz de llevar a cabo un ataque más virulento contra el
evolucionismo, que Wiberforce.
El rival dialectico
del obispo no fue otro que el joven biólogo Thomas Henry Huxley (1825-1895), acérrimo defensor de la evolución, y a quien
le encantaba una buena discusión más que a un tonto un lápiz. Esa es la verdad.
Huxley había
decidido, motu proprio, que Darwin
-que nunca quiso defender en público sus ideas evolucionistas- necesitaba que
alguien le protegiera. Y pensó que no había nadie mejor que él para esa misión.
Pensado y hecho.
Así se convirtió
en un defensor a ultranza de la evolución. Tanto que se refería así mismo como “el buldog de Darwin”. Todo un detalle
de su personalidad, éste de asumir el papel de perro guardián de la evolución.
Bien. Contextualizada
la situación y presentados los protagonistas, hagamos la puesta en escena al
modo clásico. Con su planteamiento, nudo y desenlace.
Planteamiento
La escena del
debate, que como es sabido por todos se decantó a favor del darwinismo, pudo
transcurrir más o menos así.
Wilberforce
empezó el debate y después de establecer varios puntos científicos, concluyó
con el razonamiento del filósofo y teólogo británico William Paley (1743-1805).
Aquél, según el
cual, lo mismo que la existencia de un reloj supone la de su constructor, un
relojero, de igual manera, la existencia de un diseño en la naturaleza supone
la de su creador, un diseñador. Y con esta analogía acabó su intervención.
A continuación
se levantó Huxley y expuso su conocida hipótesis sobre los monos y la máquina
de escribir.
Aquella que nos
dice que seis simios o monos eternos, escribiendo en seis máquinas siempre
operativas, con cantidades ilimitadas de papel y tinta podrían, dándoles el
tiempo suficiente y por mero azar, o sea tecleando aleatoriamente, producir lo
que quisiéramos. (Continuará)
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