Es seguro que ha oído hablar de este pretendido “efecto Mozart”. De las supuestas y extraordinarias consecuencias que, sobre el desarrollo de la inteligencia en los niños, la mejora de pacientes con la enfermedad de Alzheimer, el rendimiento intelectual de adultos o la disminución de descargas que sufren sujetos con epilepsia severa, tiene el mero hecho de escuchar la sonata K448 de Amadeus Mozart, durante unos minutos.
La verdad es que suena muy bien. Son tantos y tan diferentes los beneficios, sólo con ponerse a escuchar a Mozart, que parece más bien una maravilla ¿Desde cuándo se conoce? ¿Qué más se sabe de él? ¿Qué hay de cierto? ¿Cuánto de negocio? Pues bien, como principio quieren las cosas, empecemos por el comienzo.
Un tal Tomatis
La historia nació a mediados de los años 50 del siglo pasado. Cuando el médico francés A. Tomatis, especializado en el estudio de los efectos fisiológicos del sonido, afirmó haber encontrado efectos beneficiosos en niños con problemas, sobre todo, de aprendizaje.Y lo único que hizo fue ponerlos a escuchar a Mozart. Es a él, precisamente, a quien debemos la afortunada expresión de “efecto Mozart”.
Lo malo del asunto es que todo quedó ahí. Quiero decir que no aportó ninguna prueba de que fuera cierto lo que afirmaba. Y lo bueno, es que a nadie pareció interesarle el asunto.
De hecho no fue hasta 1991, casi 40 años después, cuando publicó sus trabajos en un libro de título Pourquoi Mozart?
Por supuesto era un panfleto carente de rigor científico que nadie tomó en serio. Bueno, también comercializó un “método Tomatis” para, supuestamente, aprender más y mejor y además con menos esfuerzo. Ya saben, el viejo timo-truco comercial de siempre. Más de lo mismo. En esta ocasión de un tal Tomatis.
Unos experimentos curiosos
Pero en este caso, y para sorpresa de muchos, un par de años después la cosa cambió. En 1993, la revista “Nature” publicaba un articulito, de menos de una página, sobre el efecto de marra. Unos investigadores en California atribuían a una audición de 10 minutos de la música del compositor austríaco, la mejora significativa en algunas de las capacidades cerebrales.En concreto afirmaron que aumentaban, nada menos que en 9 puntos, el coeficiente intelectual de unos pacientes, respecto a unos grupos de control. Aunque había un problema. Este aumento del coeficiente duraba poco, no más de quince minutos.
Desde luego algo raro de explicar desde el punto de vista de la ciencia. Pero es que, además, no fue el único experimento. Dos años más tarde, en 1995, realizaron otro estudio. Un experimento sobre “razonamiento espacio temporal”.
Hacían que unos estudiantes averiguaran la forma que tendrían unos trozos de papel después de ser doblados y cortados de determinada forma.
Recogidas sus respuestas, se les dividía en tres grupos. El primero escuchaba “Sonata para dos pianos en re mayor (K448)” de Mozart. El segundo una composición minimalista de Philip Glass. Y el tercero permanecía en silencio. Y volvían a realizar la prueba del papel.
Resultados. El grupo que había escuchado a Mozart acertaba un 62% más que la vez anterior, mientras que la mejora de los otros dos grupos se situaba en sólo un 10%.
Pero, de nuevo, la mejoría duraba poco. A los diez minutos, si se volvía a repetir la prueba, los resultados de los tres grupos se igualaban. O sea que no servía para nada. Un detalle que no pareció importarle lo más mínimo a los investigadores mozartinos.
El “efecto Mozart” había nacido para la pseudociencia, y lo que es lo mismo, para el público susceptible de ser timado a la primera de cambio. Como así fue. Y su ritmo iba, por decirlo en lenguaje musical in crescendo.
In crescendo
Por supuesto que en los años siguientes se diseñaron nuevos experimentos. Se aplicó a enfermos de Alzheimer; con niños de 3 a 12 años; a pacientes epilépticos severos; incluso con ratas.De las que afirmaron que aprendían más pronto a moverse por un laberinto, si antes se las exponía a la música. Según estos pseudoinvestigadores, las virtudes de su música no parecían tener límites.
El efecto Mozart tenía toda la pinta de ser un bálsamo de fierabrás del siglo XX, a la vez que un buen negocio.
Así, al menos, lo entendió Don Campbell, un escritor-psicólogo-terapeuta-educador musical que, de entrada, empezó por patentar la expresión “Efecto Mozart”.
No se puede negar que ahí estuvo más fino que Tomatis que fue quien en realidad lo diseñó.
Más tarde, en 1997, publicó un libro homónimo que fue un éxito de ventas y poco después, sacó versiones musicales para niños, bebés y ¡hasta para el feto! Todo un lince para los negocios el tal Don.
En las tiendas de música se abrieron secciones enteras dedicadas a la venta de composiciones musicales clásicas, de otros muchos autores. Se ve que ya no tenían que ser de Mozart pero, eso sí, todas tenían también el supuesto efecto.
¡Qué hay más importante en esta vida que los niños!, debió pensar el pieza del escritor ¡Vamos el acabose del mercantilismo!
Unos resultados fraudulentos
Además, y según el señor Don Campbell, las bondades de escuchar a Mozart y otros compositores eran ilimitadas y permanentes. Hacía a las personas más inteligentes, más sanas y más jóvenes. Vamos que servía para todo, al decir de don Don. Por desgracia, de todo lo dicho ni un gramo de verdad.Nada más lejos de la realidad que las supuestas bondades del efecto en versión Campbell. Era una falsa terapia que sin embargo, unida a una buena campaña publicitaria, desató un boom comercial en todo el mundo.
En especial en EEUU donde, en estados como Florida, Georgia y otros se hizo obligatoria la audición de música clásica en los centros educativos. Las instituciones académicas llegaron a regalar millones de discos para los escolares. Estos estadounidenses tan niños como siempre. (Continuará).
1 comentario :
Hola.
Me alegra mucho de que alguien, al fin haya halado de esta magufada como es debido.
No he encontrado muchas voces críticas. Por un lado es positivo porque quiere decir que la chorrada esta no es muy popular todavía...
Saludos
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