Siendo humana como era, debió sentir miedo de algo.
Pero nunca se pudo descubrir de qué.
R. Kipling, acerca de Mary Kingsley
Hija de un médico -naturalista y escritor de viajes, perteneciente
a la burguesía intelectual de Londres- y de la cocinera de la casa, que se casaron cuatro días antes de su nacimiento, la pequeña Mary no tuvo lo que se podría llamar una educación reglada. Su padre no consideraba que la mujer debiera instruirse y su madre, pues era la cocinera. De modo que fue su interés por saber de otros lugares del planeta y la fascinación que le producía lo desconocido, lo que la llevó a la biblioteca paterna. Disfrutaba leyendo. Así se instruyó. Con el tiempo, presumió de haber adquirido gran conocimiento, sin haber estudiado jamás una línea. Una interesante idea sobre la que reflexionar. Llegó a leer a escritores, tan inusuales para una dama victoriana, como
Ch. Darwin y
T. H. Huxley.
Sin duda alguna, su singular comportamiento bipolar en la vida viene marcado por la diferencia entre los extractos sociales de sus padres. El doméstico, fruto de los fogones maternales, y el intelectual, heredado del ambiente culto de su padre. Por eso Mary, la recatada dama victoriana y buena hija, cuidó de sus padres hasta que fallecieron en 1892. Y entonces, sólo entonces, con treinta años, nació la Kingsley. La intrépida aventurera que terminaría por convertirse en la mayor autoridad en el África occidental del siglo XIX. En tan sólo siete años. Un buen cambio.
La exploradora africana
Las lecturas de las aventuras de los exploradores de la época, Livingstone y Stanley, le marcan y animan a enfrentarse a su nueva vida. En agosto de 1893, con treinta y un año, emprende su primer viaje a África. Tiene la intención de concluir un libro inacabado de su padre, sobre fetiches religiosos y sacrificios rituales en sociedades primitivas. Toda una proeza para una mujer sola. Ya durante el largo viaje da muestras de su fuerte carácter y perseverancia, al conseguir que el capitán no sólo le enseñe a pilotar el barco sino que le permita hacerlo. Era un bajel de dos mil toneladas. Una vez en África llega hasta Angola y la costa occidental. Le interesa todo. La propia naturaleza salvaje, la ictiología, las costumbres sociales de la tribus, sus religiones. En 1895, cargada de anotaciones y ejemplares, vuelve a Inglaterra. Le esperan el reconocimiento científico, la fama popular y las editoriales.
Pero siente de nuevo la llamada del continente negro. En su segundo viaje, Mary explora puntos poco visitados hasta entonces por el hombre blanco. Sus proezas son imposibles de imaginar. Viajó en canoa por el río Ogowé, donde recogió especimenes fluviales desconocidos hasta ese momento. En Gabón convivió con la etnia fang, a quienes se tenían en aquellos tiempos por caníbales. Atravesó pantanos, a veces a nado, y se enfrentó, sombrilla en mano, al peligro de los cocodrilos. No era mujer a quien los peligros la amedrentaran. Más bien la estimulaban a seguir adelante.
Coleccionó insectos, conchas, reptiles y plantas para el Museo Británico. Acompañada por algunos nativos recorrió la cerrada jungla ecuatorial. Hasta tuvo, algún que otro, desagradable encuentro con gorilas. Escaló los 4095 m del monte Camerún, por una ruta nueva no empleada antes por otro europeo. Allí tuvo que escapar de un tornado. En fin. No son de extrañar, ni la confesa admiración de Kipling, ni la afirmación del explorador Stanley que llegó a decir que Kingsley era su versión femenina. Un reconocimiento a la mujer, que no todos los hombres estarían dispuestos a realizar.
Siempre por el camino difícil
De vuelta en Inglaterra, y en medio del reconocimiento científico, la fama popular (era un referente social), el éxito editorial (escribió dos libros acerca sus experiencias) y la persecución de los periodistas (era todo un personaje), aparece una nueva Mary. La que muestra respeto por las culturas indígenas que ha conocido, y cuestiona el mundo victoriano en el que ha nacido.
Habla de la coherencia interna de estas culturas que, en muchos casos, supera el propio modelo inglés. Incluso llega a alabar, sin recelo, la poligamia. Ni que contar tiene la magnitud del escándalo que generó entre sus contemporáneos. Además, llega a cuestionar la idea imperante en la época de que un negro, no era más que un blanco subdesarrollado. Más disgustos. Que no quedaron ahí. También enojó a la Iglesia de Inglaterra, al criticar a los misioneros por pretender cambiar a la gente de África. Una anticipada a su tiempo que, no obstante, en otros aspectos, era bastante conservadora. Por ejemplo no apoyó el movimiento del sufragio de las mujeres.
La Reina de África
Una muestra de su conservadurismo nos la da su vestimenta. Todos sus viajes por África los hizo vestida con la misma ropa que habría llevado en la Inglaterra victoriana, sombrilla incluida.
En más de una ocasión dijo que “una nunca se pasearía por África de un modo en el que le avergonzaría ser vista en Piccadilly”. Genio y figura. Toda vestida de negro, sin renunciar a los tocados femeninos, sombreros y quitasoles, la Kingsley era lo más alejado que uno se puede imaginar del típico tópico de salacot y explorador blanco al uso. Es evidente que componía una figura insólita en el África negra del XIX. De hecho ocurrió en realidad, lo que se cuenta con categoría de anécdota: cuando se lió a sombrillazos con los cocodrilos desde su canoa.
Mary murió de fiebres tifoideas a los 37 años, mientras cuidaba como enfermera a los soldados, en la guerra de los bóers, en Sudáfrica. Con anterioridad, el ministro de las Colonias,
Chamberlain, le había ofrecido un puesto en el gobierno como consejera. Ella renunció. De acuerdo con sus deseos, sus restos fueron arrojados al mar.
Un siglo después de su muerte era estrenada una película en la que el personaje de la protagonista, estaba inspirado en sus aventuras,
‘La reina de África’.