A principios del pasado siglo XX unos cirujanos franceses operaron de
cataratas a un niño de ocho años, ciego de nacimiento. Después de la operación
y cuando consideraron que los ojos habían sanado por completo, le quitaron las
vendas ansiosos por averiguar cómo veía.
Agitando lentamente una mano frente a sus ojos, ya sin ningún defecto, le
preguntaron qué veía. Y el niño murmuró un lacónico: “No sé”, por lo que le
preguntaron: “¿No ves el movimiento?”. “No sé”, repitió de nuevo el niño.
Intrigados hicieron que el niño tocara la mano del doctor mientras ésta se
movía. Entonces, y sólo entonces, exclamó: “¡Se mueve!”. La situación era
paradójica. Capaz de sentir el movimiento, incluso de oírlo y olerlo como
después reconoció, lo miraba pero no lo veía. Podía verlo y sin embargo, no
sabía verlo.
¿Qué le
faltaba a este niño? ¿Qué se le escapaba a la ciencia?
Se sabía de la enorme complejidad del fenómeno de la visión pero resultaba
evidente, tras esta experiencia, que el mecanismo que nos permite ver debía ser
mucho más complejo aún.
No ya porque, por un lado sea necesaria una luz exterior que se refleje
sobre el objeto y, por otro necesitemos de un órgano de visión, los ojos, capaz
de captarla. Sino porque, aun siendo ambos necesarios, no son suficientes.
A la luz de las palabras del niño era preciso, además, que esa luz real del
exterior reflejada por el objeto, al atravesar nuestros ojos, encuentre otra
luz virtual en el interior. Una imagen ya grabada en nuestra mente, similar e
interiorizada, con la que identificar y asociar el objeto del exterior.
En el caso de no existir esta imagen, es como si nuestra visión estuviera
vacía de contenido y muda de sentido expresivo. Como la del niño de nuestra
historia, que repetía: “No sé”. Dos luces pues son las que nos permiten ver.
Dos
luces
Una física, externa, brillante. Otra mental, interna, comprensiva. Porque
el hecho de ver exige, además del acto de mirar, el uso de una capacidad que se
empieza a adquirir y a desarrollar desde nuestros primeros instantes de vida.
‘El niño reconoce a su madre por la sonrisa’, nos dice el poeta romano Virgilio. Y es así.
Los ojos han de estar no sólo sanos para mirar, sino educados para ver. Esa
educación visual es la que le faltaba a nuestro niño, ciego de nacimiento, y
por eso se aferraba a lo que le resultaba familiar y tranquilizador. Lo que le
transmitían sus sentidos sanos: tacto, oído, olfato, etcétera.
Un buen ejemplo de esta luz interna la tenemos en esas ilusiones ópticas
basadas en una figura ambigua, como la de ese rostro que según como se mire al
principio, sólo aparece una anciana o una joven.
Pero que sin variar el objeto ni la luz exterior, pasado un tiempo, la
delicada barbilla de la joven se empezará a convertir en la nariz deforme de la
anciana. Es decir que las dos están.
¿Qué ha
cambiado entonces en la percepción?
Pues sin duda sólo el carácter de nuestra participación, al dotar de
sentido a la sensación. Una participación que modela y remodela a ésta, en
función de la luz de su educación e inteligencia. La misma luz que no tenía el
niño, al ser ciego de nacimiento.
Ya de la que va, ¿a quién ve usted en esa imagen cuando la mira? ¿A la
joven o a la anciana? A modo de ayuda, si ve a la anciana, piense que su nariz
podría ser la mejilla y barbilla de la chica, y la verruga podría ser la nariz.
Si ve a la chica, fíjese en los detalles anteriores o mire cómo el collar de la
chica es la boca de la anciana.
Lo dicho. Lo que un observador ve depende no sólo de lo que mira. También
su experiencia vivida, su conocimiento y sus expectativas cuentan. Por eso,
siendo única la imagen, cada uno ve cosas diferentes.
Luz e inteligencia. Verdad y mentira.
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