viernes, 18 de marzo de 2016

Azulejo trianero de Ana Ruiz Hernández (y 3)

(Continuación) Dos. Cuando Ana viene al mundo el puente de Triana -nombre popular por el que es conocido el puente de Isabel II, llamado así en honor de la reina bajo cuyo reinado fue construido- ya llevaba dos años inaugurado y en servicio.

Fue realizado por dos ingenieros franceses, que se encontraban trabajando en El Puerto de Santa María, Cádiz. Su construcción se inició en 1845 terminando en 1852.

Ah, y no lo construyó Gustave Eiffel, por mucho que lo digan en los mentideros sevillanos.

Una evidente comodidad la del puente para desplazarse a Sevilla, que sin embargo a la madre de Ana, Isabel Hernández, no le pareció ni fu ni fa. Sencillamente no lo necesitaba.

Consta que les decía a sus nietos que nunca había ido a Sevilla: “Hijo, para qué voy a ir a Sevilla, si en Triana lo tengo todo”.

Hierbabuena y albahaca
Vuelvo con los olores y ya les digo. No me parece mal que aparezcan el olor de la hierbabuena y la albahaca.

Cómo me lo va a parecer si ‘En estos campos de la tierra mía...’, su hijo Antonio nos dice:
un aroma de nardos y claveles
y un fuerte olor de albahaca y hierbabuena;
imágenes de grises olivares
bajo un tórrido sol que aturde y ciega,

Y en ‘El limonero lánguido suspende...’ dice lo de:

Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
casi de primavera,
tarde sin flores, cuando me traías
el buen perfume de la hierbabuena,
y de la buena albahaca,
que tenía mi madre en sus macetas.

Pero ya ven, son olores que nada tienen que ver con la orilla de poniente del río Guadalquivir. No, allí olía a mar y a pasteles.

Lo que no está en el texto del azulejo
También se peca por omisión. Echo en falta en el mismo una referencia a cómo se conocieron Ana y Antonio.

Me refiero al episodio de los delfines: “Fue que unos delfines, equivocando su camino, y a favor de la marea, se habían adentrado por el Guadalquivir... Fue una tarde de sol que yo he creído o he soñado recordar alguna vez”.

Un ensoñamiento de Antonio Machado Ruiz que no solo no está presente en la escena, por motivos obvios, sino que lo encontramos en la prosa del capítulo XLVI del primer Juan de Mairena.

Uno de sus muchos heterónimos apócrifos.

Ya les he enrocado el asunto delfinense -por cierto, ¿se enamoran los delfines?-, por lo que no me itero. Ignoro qué pensarán ustedes al respecto, pero hubiera estado bien una alusión en la placa de azulejos de la fachada.

Y ya que he traído a Antonio aprovecho para irme del reconocimiento a la madre, al que hace aproximadamente un par de meses se le hizo al poeta en Sevilla. Al otro lado del Río Grande.

Se encuentra justo en el lugar que debió evocar ese último verso escrito en tierras gabachas.

El que estaba escrito en uno de los dos papeles arrugados que su hermano José encontró en uno de los bolsillos del abrigo. Un verso solitario y enigmático: “Estos días azules y este sol de mi infancia...”.

En el otro el poeta recordaba a ‘Guiomar’.

Hablo, claro, de la Casa de las Dueñas, allá en la calle Dueñas, la del patio y el huerto claro. Y me refiero al grupo escultórico que hace tan solo unos meses, finales de 2015, fue inaugurado.

Ahora que lo pienso, prácticamente al año del trianero azulejo de su madre Ana Ruiz, en la calle Betis del arrabal.




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