y un cielo en
una flor silvestre,
sostener el infinito en la palma de la mano
y la eternidad
en una hora”.
Seguro que no es
la primera vez que lo lee. Se trata del primer verso de un poema escrito por el
poeta, pintor, grabador y místico inglés William
Blake (1757-1827).
Es el arranque
de Augurios de la Inocencia, de 1803,
una poesía que puede que esté tan cerca de la empírica realidad científica,
como parece estarlo de la vaguedad ficticia literaria.
Blake nació y
murió pobre y pasó casi toda su vida profesional inadvertido, cuando no
rechazado, por los círculos intelectuales de su época. Motivos no parecían
faltar.
Para algunos de
los críticos había un exceso de misticismo en su trabajo. Otros alegaban que se
mostraba demasiado inocente en sus textos. Y para estotros, Blake, tenía
comportamientos extraños y decía cosas muy raras.
Como aquella
costumbre de salir desnudo con su mujer al jardín de la casa de campo que un
amigo le había prestado. O aquella otra de contar que siendo un niño, y estando
en un parque próximo a su casa, vio ángeles subidos en los árboles y al profeta
Ezequiel surgiendo de entre ellos.
De acuerdo que
son de esa clase de cosas que casi nadie hace y mucho menos dice. En definitiva,
que Blake hizo lo que le dio la gana y el resto del mundo le ignoró. A él y a
su obra.
Pero he aquí que
el tiempo pasó, los críticos murieron y, sin embargo, el trabajo de Blake
sobrevivió durante generaciones.
No sólo su
literatura y sus grabados, también esa aguda observación de las cosas, tan
propia del conocimiento científico,
que parece estar contenida en su poema. Algunos lo llaman justicia poética.
Blake, el
visionario
Ya lo dijo en
forma de proverbio, poniéndolo en boca de uno de los demonios de, quizás su
obra más polémica El matrimonio del cielo
y el infierno, aquel que dice: “Un ignorante no ve el mismo árbol que ve un
sabio”. Una gran verdad. (Continuará)
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