Hija de un arquitecto que trabajó en el observatorio de Armagh, Susan Jocelyn Bell (1943), tuvo la oportunidad de visitarlo muchas veces de pequeña. Así es como se despertó una temprana afición por la astronomía, en esta joven irlandesa de Belfast.
Afición que pasó a ser profesión cuando, en 1965, con veintiún (21) años, se licenciaba en Física por la Universidad de Glasgow, y empezó a realizar el doctorado en la de Cambridge.
Lo hizo en un equipo constituido por otros cinco (5) investigadores, dirigido por el radioastrónomo Anthony Hewish (1924). Y trabajaron durante dos (2) años en un inmenso radiotelescopio, observando quásares.
Unos cuerpos celestes, algo parecido a jóvenes galaxias en formación, con un agujero negro en su centro. Por su semejanza con las estrellas se los denominó así, quásar, contracción de la expresión inglesa quasi stellar radio source.
En esencia un quásar es una fuente astronómica de energía electromagnética, que incluye radiofrecuencias y luz visible.
Encargada por Hewish para que auscultara, seleccionara y estudiara los datos de cualquier señal de procedencia cósmica, el 6 de agosto de 1967, Jocelyn, que tenía por entonces veinticuatro (24) años recién cumplidos, se encontró con una señal totalmente anómala.
Eran unos pulsos distintos a los emitidos por los quásares. Además procedían de distintos lugares del Universo. No, no podían ser quásares.
Entonces, ¿qué podían ser? ¿Dónde se originaban dichas señales?
En busca de una explicación
Analizando los datos, en lo primero que pensaron, hola Navaja de Occam, fue en la hipótesis más sencilla: que las señales tenían un origen terrestre. E iniciaron las investigaciones para demostrarlo. Pero nada. Nada de nada. Más bien antes que después, se hizo evidente que su origen no era terrestre. De modo que estaban en un callejón sin salida.
Por lo que hubo que pensar que debía estar en alguna posición específica pero del cielo. Sí, su procedencia era extraterrestre, del interior de nuestra galaxia.
Por su corto periodo de pulsación, Hewish y Bell pensaron que esta radiofuente sólo podía ser una anómala manifestación electromagnética, radiada por una estrella de dimensiones muy reducidas. Una enana blanca o una estrella de neutrones.
Una segunda hipótesis, la extraterrestre, que no pasó de ser una intuición, al no encontrar el menor de los argumentos, ni teóricos ni empíricos, en la que basarla. Era un nuevo callejón sin salida.
Y como no avanzaban, pero eran conscientes de la importancia de su descubrimiento y estaban desesperados ante la falta de una interpretación adecuada, empezaron -medio broma, medio en serio- a manejar una tercera hipótesis.
Una solución científica aunque algo arriesgada. Pero es que se trataba de una radiación muy, muy, peculiar y nunca vista.
Los hombrecillos verdes, LGM
Una hipótesis arriesgada y muy espectacular. Vean si no. En su opinión, las señales captadas por la Bell, bien podrían tratarse de ¡un contacto con una civilización extraterrestre! De modo que, después de pensarlo un tiempo, decidieron llamar a estas señales con las iniciales LGM (Little Green Men, Hombrecillos Verdes).
Por distintos motivos que no vienen al caso, y no sabemos si por suerte o por desgracia, la hipótesis de los hombrecillos verdes se vino pronto abajo y fue descartada.
Es lo que tiene el valor de las pruebas en ciencias.
Pero, ojo, fue una muy seria propuesta interpretativa que se manejó.
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