Aunque para esta tercera vinculación del nobel con la ciudad (no hay dos sin tres) tendrían que transcurrir bastantes años, desde los tiempos del IES San Isidoro, si bien dentro del pasado siglo XX.
Hablamos ya de un Ochoa casi octogenario, aunque en una vital senectud. Eran las postrimerías vitales del científico. Y aunque les resulte extraño, en ella anduvo de por medio un matador de toros y un hotel. Ambos sevillanos, por supuesto.
El hombre de San Bernardo, el establecimiento de la Puerta Jerez.
Manolo Vázquez, el ALFONSO XIII y Ochoa
Éste es el trío protagonista de este sucedido que les traigo. Por lo sabido, pese a no ser un gran aficionado taurino, Severo Ochoa tenía un concepto muy particular del arte de los toreros. De hecho, en alguna ocasión, los definió como científicos que se juegan la vida ¿Qué les parece?
Por si les interesa, ésta es la historia de la cita entre el científico y el matador. Lo que se dice un mano a mano, solo que en un hotel.
En el otoño de 1983, casi treinta años ya, Ochoa acudió a Sevilla invitado por la universidad para dar una conferencia, en el marco de un encuentro que se celebraba en la hispalense.
Una conferencia a la que acudió el matador de toros sevillano Manolo Vázquez (1930-2005), que fechas antes había protagonizado, con éxito clamoroso, la que sería su retirada definitiva de los ruedos.
Según cuenta, cuando regresó a casa, Remedios, su mujer le preguntó: “¿Qué tal la conferencia?”. “Bien. Me ha gustado mucho. Ha hablado de sus investigaciones”.
Por lo que se sabe, al maestro, lo que oyó esa tarde, además de gustarle, le hizo pensar por la noche. Tanto, que por la mañana, nada más levantarse le dijo a su mujer: “Remedios, me voy a ver a don Severo”.
“¿Pero te conoce?”, le dijo ella.
A lo que el torero contestó: “No. Pero tampoco me conocen algunos de los que vienen a felicitarme después de una corrida. Y no les importa”.
Dicho lo cual se marchó para el hotel Alfonso XIII, ubicado junto a la Universidad, y que era donde estaba alojado el científico.
Tuvo suerte porque, cuando se acercó a recepción para preguntar por don Severo, le dijeron que estaba a punto de bajar en el ascensor. Y allí le esperó. Casi como a puerta gayola. Ya saben.
Nada más verlo, según cuenta el matador, el científico se quedó mirándolo. Con cara de estar pensando, que de qué le resultaba conocida la cara. Pero se ve que no caía en quién era. Por eso le abordó.
El diálogo entre ambos genios pudo transcurrir más o menos así:
- Don Severo, Manolo Vázquez.
‑ Encantado. No soy aficionado, pero en cierta ocasión le vi una buena faena ¿Qué desea?
‑ Es que ayer estuve escuchando su conferencia.
‑ Se aburriría...
‑ Todo lo contrario. No he dormido en toda la noche.
‑ Bueno, pues, hasta que me marche, cuénteme...
‑ Mire, he llegado a la conclusión de que yo soy investigador, como usted.
Dicho en palabras del propio torero, se produjo un silencio de esos que se pueden cortar con un cuchillo, y que le resultó eterno, mientras el nobel le escudriñaba con la mirada. Dice que llegó a pensar que lo estaba tomando por loco.
Más se equivocaba. Porque don Severo le miró a los ojos y le inquirió:
- ¿Usted investigador?
‑ Sí señor, investigador. Lo soy, porque cada vez que sale un toro por el chiquero, tengo que adivinar sus reacciones y comportamientos.
De nuevo se quedó pensativo el científico hasta que le respondió:
‑ Sí señor. Es usted científico y de los buenos. Porque usted tiene que solucionar los problemas en el ruedo, sobre la marcha. Mientras yo, valiéndome de fórmulas, tengo años para despejar los míos. Y además...
‑ ¡Diga, diga, don Severo!
- Ustedes los toreros son científicos que, encima, se juegan la vida.
Una pequeña frase que encierra una gran verdad. Las palabras de un genio a otro genio. El uno científico, el otro torero.
El siguiente nexo entre nuestro hombre y la ciudad es el reconocimiento (segundo en nuestra cuenta particular) a la consecución del Premio Nobel. Y para ello tendremos que volver sobre nuestros pasos, a un azulejo que hay en la entrada del IES San Isidoro, allá en Amor de Dios.
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