Amor epéntico

(Continuación) El tiempo pasa y el lugar puede ser otro. También las personas son distintas. Sí. Pero las circunstancias, ésas, siguen siendo las mismas. 

Por desgracia es así. Me explico.

En el primer cuarto del pasado siglo veinte, el poeta sevillano Vicente Aleixandre (1898-1984), uno de los mejores amigos de Federico García Lorca (1898-1936), nos ofrece un buen ejemplo de los que les advertía.

Aleixandre decía que el granadino se había inventado el término epéntico, para referirse en público a la homosexualidad masculina, a su lorquita término “mariquita”, y todo ello, sin que nadie se percatara.

Una hábil destreza para decir poco, sugerir algo y entender mucho. Puro conceptismo lorquiano.

Los que saben bastante del poeta dicen que él, que tanto amó al amor, no llegó a recibirlo nunca. Ni siquiera de su gran amor, ese joven escultor al que dedicó “Romance del emplazado”, el que comienza: “¡Mi soledad sin descanso!”.

De ahí que, para poner tierra de por medio con el frustrado, y por el  frustrante amor, quienes le querían bien lo mandaran a New York. Ya saben lo de la distancia. Para que olvidara.

Pero en el poeta el olvido produjo un efecto perverso. Lo hundió en una depresión. De la que le salvarían, cada uno a su forma, la genial artista La Argentinita (1895-1945) y su gran amigo, el torero Ignacio Sánchez Mejías (1891-1934).

A él, a su intempestiva muerte, le compuso su llanto: “¡Que no quiero verla! / Dile a la luna que venga / que no quiero ver la sangre / de Ignacio sobre la arena”.

Según fray Pedro de León, las mariposas se queman por acercarse cada vez más al fuego. De mariposa, mariposón. Y de mariposón, claro, maricón. (Continuará)