Preludios maravillosos
De la estrecha unión que seguía existiendo entre los miembros de la Academia Olimpia, a pesar de la separación física, nos da una buena idea la carta que, a principios de 1905, Einstein escribió a Habicht.
Primero lo llenaba de insultos cariñosos, por su despego; después, le echaba en cara, con humor: “Desgraciado, ¿por qué no me has enviado aún tu tesis? ¿No sabes que soy el único que la va a leer con interés y placer?”.
Aunque al final, se lo decía: “... A cambio, te prometo cuatro artículos... balbuceos sin importancia... aunque el primero... es muy revolucionario”.
Era el preludio del increíble quehacer (en su año milagroso), del nuevo genio de la ciencia.
Una actividad sólo comparable a la desarrollada por I. Newton en Woolsthorpe, durante la peste de 1665 y 1666, cuando -en total secreto- realizó importantes descubrimientos sobre la luz y el color, desarrolló el cálculo, elaboró las leyes del movimiento e inició su ley de gravitación universal (Principia se publicó en 1687).
Si entre 1665 y 1666, Newton tuvo sus Anni Mirabili, en 1905, Einstein tuvo su Annus Mirabilis.
Annus Mirabilis
Los cuatro trabajos a los que se refería Einstein en su carta, fueron publicados en los volúmenes 17 y 18 de la importante revista científica alemana Annalen der Physik de 1905. Unos artículos -nada extensos, por cierto- que iban a revolucionar la Física y, cuya trascendencia, nadie podría ignorar. Parece imposible que alguien fuera capaz de concebir, en tan corto periodo de tiempo, tantas y tan extraordinarias ideas científicas. Y con tan solo 26 años. No fue mal año, si tenemos en cuenta que sólo dedicaba a la física sus ratos libres y los que podía distraer de la oficina.
Aún hoy, resulta increíble que las reflexiones de comienzos del siglo XX de un funcionario de oficina de patentes suiza -el joven “esclavo de las patentes”, como le gustaba llamarse- perduren como herencia intelectual de los físicos del siglo XXI.
Y más sorprendente es el hecho de que, la tecnología, un siglo después, siga nutriéndose de sus teorías ¡Qué cosas!
Aparte de los trabajos citados, el fabuloso legado de Einstein se completó con su tesis doctoral: “Una nueva determinación de las dimensiones moleculares”, terminada el 30 de abril y aceptada en julio.
En ella encontraba una relación matemática para calcular la velocidad de difusión de un conjunto de partículas. Era posible, por tanto, calcular el tamaño de unas moléculas a partir del coeficiente de difusión y la viscosidad de la solución.
Y, lo más importante, de dicha medida, deducir “la existencia de átomos de tamaño definido” (No tengo intención de conseguir el doctorado... creo que no es más que una comedia aburrida).
Una historia apócrifa cuenta que la idea de dicha relación le vino mientras tomaba el té con su mejor amigo, M. Besso. Fue como una inspiración, al añadir el terrón de azúcar y observar su disolución y difusión, con el consiguiente aumento de la viscosidad del té.
Puede ser. Se non è vero, è ben trovato.
El primer trabajo lo envió el 17 de marzo, tres días después de cumplir los veintiséis, aunque no se publicó hasta junio.
Sobre el efecto fotoeléctrico (EFE)
De título “Sobre un punto de vista heurístico acerca de la creación y la transformación de la luz”, lo comenzaba con algo, en apariencia, simple: conforme calentamos un trozo de hierro, éste brilla cada vez más y va cambiando de color.
Rojo pálido, naranja, amarillo y finalmente blanco azulado; algo evidente pero que, estudiado con detenimiento, resultaba inquietantemente enigmático. Ya Einstein lo calificó de “... muy revolucionario”.
(Heurístico: En algunas ciencias, manera de buscar la solución de un problema mediante métodos no rigurosos).
Trataba de las radiaciones, y en él proponía que se considerara a la luz como un conjunto de partículas discretas. Llevaba implícita la hipótesis cuántica, que M. Planck desarrollara en 1900, para la radiación térmica de los cuerpos negros.
Empleaba el concepto de cuantos de luz o fotones, como en 1926 fueron bautizados por G.N. Lewis.
Un término que ya había sido utilizado por Newton en su teoría corpuscular de la luz.
Explicaba el efecto fotoeléctrico (efe), uno de los nuevos experimentos sobre la luz que, en pleno siglo XX, no se podía justificar atendiendo a su exclusiva naturaleza corpuscular.
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