martes, 1 de febrero de 2011

La leyenda de la Catedral de Pisa (II)

(Continuación) Le pareció que el tiempo que tardaba desde un extremo al otro del balanceo era siempre el mismo idéntico en cada recorrido, independientemente de la longitud del arco recorrido. 

Y eso ya no parecía tan normal.

Dicen que para comprobarlo utilizó su propio cuerpo. Para unos tomándose el pulso en la muñeca. Para otros poniéndose la mano en el corazón. 

El caso es que poco importa la parte del cuerpo que utilizara, porque pudo comprobar que, más o menos, estaba en lo cierto.  

Midiendo los momentos en los que el objeto estaba arriba o abajo contó las pulsaciones. Tanto para las oscilaciones amplias y rápidas, como para las lentas y cortas. 

Y curiosamente el número de pulsaciones era el mismo en ambos casos, sin que importara la amplitud (A) de su desplazamiento.
El genial pisano estaba barruntando lo que conocemos hoy como ley del isocronismo del péndulo. Sin embargo, estarán conmigo que se trata de un resultado nada lógico.

Un péndulo no puede tardar lo mismo cuando hace una oscilación grande, que cuando hace una pequeña. No puede. Sin embargo era así.

Lo que refieren que ocurrió después
Refieren que Galileo, tras  la misa, se marchó a la casa del pariente donde se alojaba con una idea en la mente. Darle forma a sus pensamientos y llevar a cabo unos experimentos.

Para ello colgó de dos hilos de igual longitud, sendas bolas. Una de plomo y otra de corcho y las hizo oscilar. Comprobó lo que se había imaginado. 

Que tardaban lo mismo, tanto una como otra, en dar una oscilación completa, es decir que tenían el mismo periodo (T).

Y que éste era invariable, a pesar de ser diferentes sus pesos y de medirse durante oscilaciones diferentes, unas grandes y otras pequeñas. Por decirlo con sus mismas palabras: “las esferas conservaban una constante igualdad de sus recorridos a través de todos los arcos”.

O sea que oscilaban a un mismo ritmo, aunque tuvieran diferentes masas y describieran distintas oscilaciones. Y por si esto fuera poco, la cosa no quedó ahí.

También colgó bolas de igual masa, de hilos con diferentes longitudes. O sea, ahora, al revés.

Comprobó que en este caso el periodo sí dependía, de forma directa, de la longitud. Conforme más largo era el hilo, más tardaba en dar una oscilación, o sea mayor era su periodo.

Es decir que el periodo de un péndulo, sorprendentemente, no depende ni del valor de la amplitud de la oscilación, ni de su peso. Sólo de su longitud.


Esta es una de las cosas que tiene el método científico: muestra a los ojos de la razón lo que no se ve a simple vista.

El pulsilogium
Galileo pronto vio las posibles aplicaciones de su descubrimiento. Una de ellas física. El péndulo era un dispositivo más que apropiado para la medida del paso del tiempo. 

Por eso pasó a formar parte de los modernos y revolucionarios relojes. (Continuará)

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