Qué duda cabe que estos tiempos que corren han traído consigo inevitables y
profundos cambios sociales y culturales sin precedentes en nuestra cultura y, además,
en muchos de los terrenos humanos.
Por ponerles un ejemplo, sirva ése que han dado en llamar de género, donde desde hace años las mujeres no dejan de tomar nuevas y
avanzadas posiciones en su lucha por la igualdad. Una cuestión de sensibilidad que ni decir tiene, está bien
muy bien.
Un bienestar que mejora al ver que no solo ellas avanzan sino que, por
ponerles otro ejemplo, los homosexuales
todos, lesbianas y gais, también lo hacen y no se quedan
atrás ni mucho menos. Ellos hacen lo propio, primero saliendo del armario y
después luchando contra cualquier prejuicio, lo que también está muy, muy, bien.
Y es que ambos grupos, mujeres y homosexuales, tienen el objetivo común de
conseguir la igualdad, rompiendo todo tópico injusto que los encasille en su
propia realidad. Por eso, desde esta tribuna deseo unirme a esa lucha genérica
aunque a mi manera.
Como varón heterosexual que soy quiero
reivindicar mi derecho a ser también sensible, sí, sensible. Reclamo y exijo que
la sociedad no incompatibilice la simultaneidad de esta doble condición, por la
sencilla razón de que no es de recibo, máxime si nos comparamos con mujeres y
homosexuales que no padecen ni sufren esta injusticia. Ellos, plural genérico, con
toda libertad bien que pueden dar rienda suelta a sus sentimientos en público, porque
de hecho está hasta bien visto.
Sin embargo nosotros, los heterosexuales, mire usted por donde ni debemos
ni podemos. Es como que no se ve bien. Así que a nivel de sentimientos, y para
según qué cosas, como si no tuviéramos derechos a expresarlos. Debe ser una cuestión
de hormonas pienso yo, pero claro, quien es uno para pensar en esto y, sobre
todo, qué sabré.
El caso es que les cuento todo esto porque has de saber pacientes lectores
que soy hombre de lágrima fácil. Verán, que no es que uno sea un llorón, no es
eso, pero que se me humedecen los ojos con facilidad, eso sí. Vamos que se me
ponen brillantes a la primera de cambio y en cuanto me descuido lo más mínimo.
Trato de decir que no sólo soy lo que se dice de lagrimal flojo, sino que
además lo tengo en cualquier situación, o casi. Mientras veo una película, leo
un libro, presencio una escena cotidiana o escucho una canción, en fin, cuando
él quiere.
Son unas lágrimas, las de mis ojos, que son hijas de mi heterosexual
sensibilidad. La misma que la sociedad no mira con buenos ojos, con sus ojos
heterosexuales. Por eso les decía hace un rato nada más empezar, que exijo un
cambio. Yo también.
Lo exijo, y ahora mucho más, desde que he leído que la ciencia apoya mi sensible postura reivindicativa. Es así, como lo
leen. Porque pocas cosas son tan ciertas como el conocido dicho, que en más de
una ocasión me habrán leído, de que las ciencias avanzan que es una barbaridad.
Les cuento. Resulta que hace unos años en la Universidad de Michigan
(EEUU), un equipo de investigadores analizó la influencia que ciertos géneros cinematográficos provocan en algunas
hormonas de los seres humanos. El
experimento consistió en someter a tres (3) grupos de sujetos, mujeres y
hombres, de los considerados “tipos duros” ya me entienden, a ver una película.
El primer grupo vio el típico documental de ‘La 2’ para entendernos; al
segundo le proyectaron la segunda parte de El
Padrino, la saga de Francis Ford
Coppola, y al tercero le pasaron Los
puentes de Madison. No se pueden ni imaginar los resultados que arrojaron
la terna de visionados. (Continuará)
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