(Continuación) En 1695 el dramaturgo inglés William Congrave dijo: “Nunca puedo mirar detenidamente a un mono, sin caer en humillantes reflexiones muy mortificantes”.
La frase refleja, casi a la perfección, la externa fascinación a la vez que la íntima repulsión que, en algunos de nosotros, provocan las semejanzas existentes entre el hombre y otros primates como los monos y los chimpancés.
Una medida de esta fascinación nos la da, por un lado, el numeroso público que siempre tienen estos animales en los parques zoológicos y, por otro, el largo tiempo que dicho público permanece observándolos.
La repulsión, es curioso, proviene de la más que inquietante idea que nace de esta atenta observación. El más que probable hecho de que estemos emparentados. Que seamos monos más grandes, más inteligentes, más evolucionados. Pero monos.
En realidad la idea de la evolución no era nueva. Ya había sido planteada por científicos como Lamarck (1744-1829), Buffón (1707-1788), incluso por un buen médico y pésimo poeta británico, Erasmus Darwin (1731-1802). Sí, !el abuelo paterno de Charles Darwin!
Quien de pequeño, al parecer, leyó con mucho interés un libro, publicado en 1796 y llamado Zoonomia, en el que su abuelo desarrollaba en extensos y, porqué no decirlo, discretos poemas, una singular idea. La de que toda la vida en el planeta, podría haber evolucionado a partir de un único antepasado.
Pues las especies pueden experimentar cambios, si se ven influidas de forma directa por el ambiente en el que viven. De ahí nuestro parecido con el mono, que tanto mortificaba al dramaturgo inglés, allá por las postrimerías del XVII. Es el primer parecer sobre un parecido, del que les hablaba, el de un literato.
Algo parecido sobre los monos ya debía barruntar, aunque fuera de forma inconsciente, el joven Darwin cuando, en 1831, aceptó un puesto como naturalista a bordo del bergantín HMS Beagle.
A primera vista fue una travesía de cinco años de duración y por medio mundo, que se inició con un Darwin creacionista quien, según sus propias palabras, “no abrigaba la menor duda sobre la verdad estricta y literal de cada palabra de la Biblia”, y terminó con un Darwin evolucionista en ciernes.
Visto con detenimiento, y a tenor de los resultados, resultó ser todo un viaje a través del espacio y del tiempo. Un viaje que cambió por completo la vida de Darwin. Y la del mundo. Un viaje que justificaba lo parecido que somos a algunos primates. (Continuará)
Una medida de esta fascinación nos la da, por un lado, el numeroso público que siempre tienen estos animales en los parques zoológicos y, por otro, el largo tiempo que dicho público permanece observándolos.
La repulsión, es curioso, proviene de la más que inquietante idea que nace de esta atenta observación. El más que probable hecho de que estemos emparentados. Que seamos monos más grandes, más inteligentes, más evolucionados. Pero monos.
En realidad la idea de la evolución no era nueva. Ya había sido planteada por científicos como Lamarck (1744-1829), Buffón (1707-1788), incluso por un buen médico y pésimo poeta británico, Erasmus Darwin (1731-1802). Sí, !el abuelo paterno de Charles Darwin!
Quien de pequeño, al parecer, leyó con mucho interés un libro, publicado en 1796 y llamado Zoonomia, en el que su abuelo desarrollaba en extensos y, porqué no decirlo, discretos poemas, una singular idea. La de que toda la vida en el planeta, podría haber evolucionado a partir de un único antepasado.
Pues las especies pueden experimentar cambios, si se ven influidas de forma directa por el ambiente en el que viven. De ahí nuestro parecido con el mono, que tanto mortificaba al dramaturgo inglés, allá por las postrimerías del XVII. Es el primer parecer sobre un parecido, del que les hablaba, el de un literato.
Algo parecido sobre los monos ya debía barruntar, aunque fuera de forma inconsciente, el joven Darwin cuando, en 1831, aceptó un puesto como naturalista a bordo del bergantín HMS Beagle.
A primera vista fue una travesía de cinco años de duración y por medio mundo, que se inició con un Darwin creacionista quien, según sus propias palabras, “no abrigaba la menor duda sobre la verdad estricta y literal de cada palabra de la Biblia”, y terminó con un Darwin evolucionista en ciernes.
Visto con detenimiento, y a tenor de los resultados, resultó ser todo un viaje a través del espacio y del tiempo. Un viaje que cambió por completo la vida de Darwin. Y la del mundo. Un viaje que justificaba lo parecido que somos a algunos primates. (Continuará)
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