Sigue sin estar claro, desde el punto de vista de la ciencia, qué razones físicas subyacen bajo lo que entendemos por moralidad.
Desde siempre, el hecho de portarse “bien” o “mal”, el hombre lo ha derivado de diferentes fuentes, distintos códigos revelados y diversas doctrinas aprendidas.
No es hasta mediados del siglo XVIII cuando el asunto se polariza. De un lado la corriente encabezada por el filósofo escocés David Hume, que apunta a que la moralidad deriva de nuestras emociones, de nuestros sentimientos ¿Quién lo iba a decir, tan empirista él?
Del otro, la que capitanea el alemán Inmanuel Kant, también filósofo, pero defensor de que la moralidad provenía de nuestra razón. Esperable, es Kant.
¿Quién tiene razón de los dos filósofos? Recientes estudios realizados por psicólogos y neurólogos indican que Hume es quien tiene, probablemente, razón. Todo apunta a que los juicios morales se ven fuertemente influidos por las sensaciones emocionales, o sea por nuestros sentimientos.
Y de sentimientos les quiero hablar. Mejor dicho contarles la leyenda de los sentimientos.
- ¿Jugamos al escondite?
La intriga levantó la ceja intrigada y la curiosidad, sin poder contenerse, preguntó: “¿Al escondite? ¿y cómo es eso?”
Es un juego explicó la locura en el que yo me tapo la cara y cuento hasta un millón, mientras ustedes se esconden. Cuando haya terminado de contar, al primero que encuentre habrá perdido y ocupará mi lugar.
El entusiasmo bailó secundado por la euforia. La alegría dio tantos saltos que terminó por convencer a la duda, incluso a la apatía, a la que nunca le interesaba nada. Pero no todos quisieron participar.
La verdad prefirió no esconderse ¿para qué?, si al final siempre la hallaban. La soberbia opinó que era un juego muy tonto (en el fondo lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido suya). La cobardía prefirió no arriesgarse...
- Uno, dos, tres... empezó la cuenta.
La primera en esconderse fue la pereza que, como siempre, se dejó caer tras la primera piedra del camino. La fe subió al cielo, y la envidia se escondió tras la sombra del triunfo que, con su propio esfuerzo, había logrado subir a la copa del árbol más alto.
La generosidad, sin embargo, no lo conseguía. Cada sitio que hallaba le parecía maravilloso, para alguno de sus amigos. Que si un lago cristalino, ideal para la belleza. Que si el bajo de un árbol, perfecto para la timidez. Que si el vuelo de la mariposa, lo mejor para la voluptuosidad. Que si una ráfaga de viento, magnífico para la libertad. Al final, ella se ocultó en un rayito de sol.
El egoísmo en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio, ventilado, cómodo... pero sólo para él. La mentira se escondió en el fondo de los océanos. No, ¡mentira!, en realidad se escondió detrás del arco iris. La pasión y el deseo en el fondo de un volcán, y el olvido,.. ¡el olvido se me olvidó dónde!
Cuando la locura contaba 999 999, el amor -que todavía no había encontrado un sitio para esconderse, pues todo estaba ya ocupado- divisó un rosal y, enamorado, decidió meterse entre sus flores.
- ¡Un millón! . Y comenzó la búsqueda.
La primera en aparecer fue la pereza, sólo a tres pasos de la piedra. Después se escuchó a la fe, que discutía con Dios allí en el cielo sobre Zoología. A la pasión y al deseo se los oyó en el retumbar del volcán.
En un descuido encontró a la envidia y, claro, pudo deducir dónde estaba el triunfo. Al egoísmo no tuvo ni que buscarlo; él solito salió disparado de su escondite, que había resultado un nido de avispas.
De tanto caminar sintió sed y, al acercarse al lago, descubrió a la belleza. Con la duda resultó muy fácil, pues la encontró sentada sobre una cerca, sin decidir aún de qué lado esconderse.
Y así fue encontrando a todos: al talento entre la hierba fresca, a la angustia en una oscura cueva, a la mentira detrás del arco iris y hasta el olvido, al que ya se le había olvidado que estaba jugando al escondite.
Sólo el amor no aparecía por ningún sitio. La locura buscó detrás de cada árbol, bajo cada arroyo del planeta, en la cima de las montañas y, cuando estaba por darse por vencida, divisó un rosal y las rosas.
Cuando con un palo separaba sus ramas, un doloroso grito se oyó. Las espinas habían herido en los ojos al amor. La locura no sabía que hacer para disculparse: lloró, rogó, imploró y hasta prometió ser su lazarillo. Y así fue.
Desde entonces, desde que por primera vez se jugó al escondite en la Tierra, el amor es ciego y la locura, la locura, lo acompaña siempre.
Desde siempre, el hecho de portarse “bien” o “mal”, el hombre lo ha derivado de diferentes fuentes, distintos códigos revelados y diversas doctrinas aprendidas.
No es hasta mediados del siglo XVIII cuando el asunto se polariza. De un lado la corriente encabezada por el filósofo escocés David Hume, que apunta a que la moralidad deriva de nuestras emociones, de nuestros sentimientos ¿Quién lo iba a decir, tan empirista él?
Del otro, la que capitanea el alemán Inmanuel Kant, también filósofo, pero defensor de que la moralidad provenía de nuestra razón. Esperable, es Kant.
¿Quién tiene razón de los dos filósofos? Recientes estudios realizados por psicólogos y neurólogos indican que Hume es quien tiene, probablemente, razón. Todo apunta a que los juicios morales se ven fuertemente influidos por las sensaciones emocionales, o sea por nuestros sentimientos.
Y de sentimientos les quiero hablar. Mejor dicho contarles la leyenda de los sentimientos.
La leyenda de los sentimientos
Cuentan que una vez se reunieron en un lugar de la tierra todos los sentimientos de los hombres. Cuando el aburrimiento hubo bostezado por tercera vez, la locura, siempre tan loca, les propuso:- ¿Jugamos al escondite?
La intriga levantó la ceja intrigada y la curiosidad, sin poder contenerse, preguntó: “¿Al escondite? ¿y cómo es eso?”
Es un juego explicó la locura en el que yo me tapo la cara y cuento hasta un millón, mientras ustedes se esconden. Cuando haya terminado de contar, al primero que encuentre habrá perdido y ocupará mi lugar.
El entusiasmo bailó secundado por la euforia. La alegría dio tantos saltos que terminó por convencer a la duda, incluso a la apatía, a la que nunca le interesaba nada. Pero no todos quisieron participar.
La verdad prefirió no esconderse ¿para qué?, si al final siempre la hallaban. La soberbia opinó que era un juego muy tonto (en el fondo lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido suya). La cobardía prefirió no arriesgarse...
- Uno, dos, tres... empezó la cuenta.
La primera en esconderse fue la pereza que, como siempre, se dejó caer tras la primera piedra del camino. La fe subió al cielo, y la envidia se escondió tras la sombra del triunfo que, con su propio esfuerzo, había logrado subir a la copa del árbol más alto.
La generosidad, sin embargo, no lo conseguía. Cada sitio que hallaba le parecía maravilloso, para alguno de sus amigos. Que si un lago cristalino, ideal para la belleza. Que si el bajo de un árbol, perfecto para la timidez. Que si el vuelo de la mariposa, lo mejor para la voluptuosidad. Que si una ráfaga de viento, magnífico para la libertad. Al final, ella se ocultó en un rayito de sol.
El egoísmo en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio, ventilado, cómodo... pero sólo para él. La mentira se escondió en el fondo de los océanos. No, ¡mentira!, en realidad se escondió detrás del arco iris. La pasión y el deseo en el fondo de un volcán, y el olvido,.. ¡el olvido se me olvidó dónde!
Cuando la locura contaba 999 999, el amor -que todavía no había encontrado un sitio para esconderse, pues todo estaba ya ocupado- divisó un rosal y, enamorado, decidió meterse entre sus flores.
- ¡Un millón! . Y comenzó la búsqueda.
La primera en aparecer fue la pereza, sólo a tres pasos de la piedra. Después se escuchó a la fe, que discutía con Dios allí en el cielo sobre Zoología. A la pasión y al deseo se los oyó en el retumbar del volcán.
En un descuido encontró a la envidia y, claro, pudo deducir dónde estaba el triunfo. Al egoísmo no tuvo ni que buscarlo; él solito salió disparado de su escondite, que había resultado un nido de avispas.
De tanto caminar sintió sed y, al acercarse al lago, descubrió a la belleza. Con la duda resultó muy fácil, pues la encontró sentada sobre una cerca, sin decidir aún de qué lado esconderse.
Y así fue encontrando a todos: al talento entre la hierba fresca, a la angustia en una oscura cueva, a la mentira detrás del arco iris y hasta el olvido, al que ya se le había olvidado que estaba jugando al escondite.
Sólo el amor no aparecía por ningún sitio. La locura buscó detrás de cada árbol, bajo cada arroyo del planeta, en la cima de las montañas y, cuando estaba por darse por vencida, divisó un rosal y las rosas.
Cuando con un palo separaba sus ramas, un doloroso grito se oyó. Las espinas habían herido en los ojos al amor. La locura no sabía que hacer para disculparse: lloró, rogó, imploró y hasta prometió ser su lazarillo. Y así fue.
Desde entonces, desde que por primera vez se jugó al escondite en la Tierra, el amor es ciego y la locura, la locura, lo acompaña siempre.
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