Porque, por supuesto, como toda ley que se precie, la de Murphy, tiene su espíritu. Al margen de su origen y redacción, es evidente que su esencia emana de un principio.
De un principio, inequívocamente, defensivo: el de anticiparse a los errores que, antes o después, se cometen. Ya lo dice la extensión de Gatusso, “Nada es tan malo que no pueda empeorar”.
Incluso, sin que exista ningún error, la ley parece enfatizar las consecuencias negativas que pueden ocurrir en la vida. Como cuando suena el teléfono, nada más entrar en el cuarto de baño. O nos coinciden dos citas, que nos interesan mucho, en la misma noche.
¿Qué hemos hecho mal? Nada ¿Entonces? Pues eso. Murphy. Es como si la naturaleza estuviese siempre del lado del “defecto oculto”. Que vendría a ser como su cara oscura, la invisible. Vamos lo del postulado de Tylczak, “Los imprevistos tienden a suceder todos juntos”.
Y como esas, otras muchas. Por ejemplo las relacionadas con las probabilidades numéricas: “Si las probabilidades de éxito son del cincuenta por ciento, eso significa que las probabilidades de fracaso son del setenta y cinco por ciento”.

O cuando ha necesitado abrir una puerta con la llave, y tenía una mano ocupada, ¿no le ha ocurrido que la dichosa llavecita estaba, justo, en el bolsillo del otro lado de la mano? Lo ve. Se llama asimetría estrambótica.
Ya les he contado que si bien nació en un ambiente tecnológico, pronto, nuestra ley se desarrolló y expandió. Mutó varias veces su enunciado y generó nuevas leyes, axiomas, corolarios, adagios, sentencias, aforismos, paradojas, etc. Todas con unas características comunes: ser ficticias, divertidas e irónicas.
Y además pasaron a otras culturas: burócrata, científica, artística, técnica, religiosa, etc. A todas ellas, estas perlas de sabiduría, han llevado algo de pesimismo existencial y, otro tanto, de alivio kármico. (Continuará)
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