
Lo hizo en Ulm, Alemania, en el seno de un hogar judío y resultó ser un bebé de cabeza grande y angulosa. Una deformación en la parte posterior, que conservó durante toda su vida. Tan grande era, que su madre temió haber dado a luz a un crío anormal.
Y además nació grueso, bastante grueso. Vamos, que su abuela lo comentó nada más verlo: “¡Este niño está demasiado gordo!”.
Por lo demás era un niño solitario, silencioso y afanado. Sus juegos preferidos eran las construcciones con taquitos de madera y hacer manualidades. Unas tareas a las que se entregaba con paciencia, método y cuidado. Apenas prestaba atención a los demás niños. Se ve que él ya estaba pensando en lo suyo.

Y, aún con siete, solía repetir en voz baja sus propias palabras. De hecho sus padres llegaron a pensar si tendría algún tipo de retraso mental. Qué paradoja hubiera sido.
La que no pensaba igual era su abuela Jette, en 1881 decía de su nieto: “Es un niño encantador, muchas veces recordamos sus divertidas ideas”. Y es que como las abuelas no hay nada.
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