Es normal que cada uno se consuele en
esta vida como bien pueda o entienda. Por lo general echando balones fuera.
Entiéndanme. Culpando a alguien, o a algo, de nuestras propias penurias.
No es que esté bien, lo acepto. Pero
resulta tan, tan, reconfortante. Que la verdad apenas conozco a alguien que se
resista a dicha tentación.
,
Y así, cuando sufrimos por culpa del
desamor, solemos repetir a todo el que esté dispuesto a oírnos, expresiones del
tipo: “Yo ya no creo en los hombres”;
o aquella otra de: “Las mujeres no me
interesan”.
En definitiva un rotundo y genérico: “El amor no existe”. Y nos quedamos tan
pancho. O lo que viene a ser lo mismo, más alto que ancho. Como si de verdad
creyéramos lo que decimos.
Es como si en su vida profesional, un
químico dijera: “He dejado de creer en el
oxígeno; no ha funcionado bien un experimento”. O un filósofo, inmerso en
la nebulosa de un conflicto cognitivo de sus propias cogitaciones, se destapara
con un: “La oscuridad es propia del
pensamiento”. Ya.
Por no hablarles de aquel novelista que,
agotado el manantial de sus inspiraciones, le suelta al mundo aquello de: “La novela ha muerto, las novelas son cosas
del pasado”.
O del pintor que incapaz de pintar una
circunferencia con un canuto, intenta convencer a todos que no hay nada mejor
que la pintura abstracta.
Vamos que no. Y no les cuento de más
profesiones por no cansarles. Ustedes ya ven por donde voy. Y yo lo sé también.