Del
“tiempo reglamentario”. Como cualquier aficionado o
profesional del fútbol sabe, su reglamento señala que la duración de un partido
es de noventa minutos, distribuidos en dos periodos de cuarenta y cinco. Es el
tiempo reglamentado, que es reglamentario. También es sabido que, por
diferentes causas, justificadas o no, una parte de ese tiempo no se emplea precisamente
en jugar, motivo por el que el mismo reglamento faculta al árbitro para que lo
descuente del tiempo fijado para el juego y prolongue la duración del partido
que ahora supera al tiempo reglamentado, pero no al reglamentario, pues se
trata de una prolongación que también forma parte del mismo.
Un asunto que visto a vuela tecla puede que parezca una
perogrullada, modalidad galimatías, pero que si se piensa en realidad no lo es,
no, y es este un matiz al que no parecen prestar importancia, algunos amantes
de las bobadas semánticas. Aquellos para quienes: Nadie ve nada, sino que todos
“visualizan”. Los jugadores se “posicionan”, en vez de colocarse en el campo.
Los árbitros no pitan, “dictaminan”. Los pases y lanzamientos del balón son “golpeos”.
Y los postes tienen “cepas”. Ya ven por donde voy. Mención aparte merece algún
que otro exjugador que, metidos a comentaristas, gustan de hacer hincapié en
“la lectura del juego”, “la dinámica del partido” y en lo compenetrados que
están dos jugadores que “se leen mutuamente”. Todo un deconstructivista del
lenguaje, estos buenos señores.
Al
de “de descuento”. Es evidente que, de la
diferencia entre reglamentario y reglamentado, surgen dos medidas del tiempo.
Una, la del tiempo de juego previsto, definido por los cuarenta y cinco minutos
reglamentados y, otra, la del tiempo de juego transcurrido en total, que contempla
al previsto más el añadido por el árbitro. La diferencia entre el tiempo
transcurrido y el previsto, es decir el añadido, procede y debe coincidir con
el tiempo de descuento. Aquellos minutos que el árbitro considere que no han
sido empleados en jugar y que compensará añadiéndolos a los cuarenta y cinco
fijados.
Por eso, todo lo que suceda a partir de ese minuto
cuarenta y cinco no lo hace en el tiempo de descuento, sino en el tiempo
añadido, una distinción que debería ser tenida en cuenta, aunque sólo sea por
amor al castellano y rechazo al lenguaje del disparate deportivo. Un páramo
plagado de ‘ostentóreas’ expresiones en el que un patadón defensivo es un
“despeje demagógico” y “tener buenas sensaciones” es más importante que ir
ganando. (Continuará)
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