Sí. Han leído bien.
Como ya saben, a partir del siglo XV, el uso del tabaco se extendió por toda Europa, incluso como remedio contra ciertas enfermedades.
Y buena parte de “culpa” de esa supuesta faceta salutífera tabaquil vio la luz en Sevilla, puerta de entrada de las Indias.
Lo hizo de la mano del médico y boticario Nicolás Monardes (1508-1588), quien en su libro de 1580, La Historia Medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, dedicó un extenso capítulo al estudio de las innumerables virtudes curativas de esta planta.
Él es sin duda el verdadero iniciador de la corriente médico-científica en torno al tabaco.
Aunque después viniera Hernández de Toledo, a quien el rey nombró “protomédico en todas las Indias”, encabezando una expedición científica para investigar las especies del Nuevo Mundo. Pero eso fue algunos años después.
De su uso en España sabemos que si bien el más que austero Felipe II no se contó entre sus adeptos, no se puede decir lo mismo de algunos personajes de su corte. Entre ellos su propio hermano por vía paterna don Juan de Austria (1545/7-1578), fue hijo ilegítimo de Carlos I.
O la activa aristócrata doña Ana de Mendoza, más conocida como Princesa de Éboli (1540-1592). Todos le dieron al “fumaque”.
Mismamente como ocurrió en el resto de Europa y con fines, por supuesto, medicinales.
Cabe destacar en el relato de esta historia al embajador francés en Lisboa, Jean Nicot, quien le envió polvo de tabaco a su reina, Catalina de Medici, para que aliviara con ellos sus conocidas y molestas migrañas.
Desconozco si la jaqueca o hemicránea real mejoró con la ingesta tabaquera, pero el caso es que Catalina quedó encantada con el hábito ése de absorber por la nariz aquellos polvitos españoles.
Una costumbre que a no tardar se puso de moda entre sus cortesanos, quienes por imitación empezaron a usar el rapé o molido, que es lo que significa esa palabra en la lengua de Moliere.
Por otro lado, es sabido que la historia recompensó al diplomático, su preocupación por la salud de su soberana. Aunque no lo es menos que hay reconocimientos que vienen malditos. Les supongo al tanto de la ironía.
De su apellido, Nicot, deriva el epónimo científico nicotina. Ya saben.
El nombre del alcaloide que se extrae de las hojas de la planta del tabaco, Nicotiana tabacum, y una droga tóxica que en pequeñas dosis produce euforia, disminución del apetito, etcétera.
Una sustancia que se puede producir también de forma sintética, es decir por procedimiento industrial, y que desde el punto de vista químico tiene de nombre sistemático (IUPAC) (S)-3-(1-metilpirrolidin-2-il) piridina y de fórmula empírica C10H14N2.
Volviendo a la planta, tal extensión tuvo su uso y consumo -tanto en horizontal, llegó a casi toda Europa, como en vertical pues fue aceptado por el resto de los escalones que conforman la pirámide social- que, como ya les adelanté, en 1620 se creó en Sevilla la primera fábrica de “tabaco en polvo” de la historia.
Y años después, en 1741, una segunda en Cádiz ésta de “tabaco de humo”, que es como se llamaba entonces a los cigarros.
Lejos quedaban ya las condenas religiosas por brujería, asociadas a la práctica de echar humo de finales del siglo XV. Lo que no significaba que la Iglesia no siguiera velando por la salud espiritual de sus creyentes.
De hecho había una cuestión que llevaba tiempo flotando en el ambiente y que relacionaba el uso del tabaco con el ayuno eucarístico.
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