lunes, 10 de octubre de 2011

“Por favor, profesor Huxley, contésteme:¿desciende usted del mono…? (I)


La pregunta forma parte del primer y más famoso debate que ha habido nunca en torno a una teoría de la ciencia moderna y sus implicaciones, entiéndase, creacionismo y evolucionismo.

Una disputa que tuvo lugar el sábado 30 de junio de 1860 en una reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia de la Universidad de Oxford, de la que el Obispo Wilberforce era Vicepresidente.

Vino motivada por la publicación siete meses antes, en noviembre de 1859, del famoso libro “Acerca del Origen de las Especies” de Charles Darwin. Un libro cuya primera edición constó de 1250 ejemplares y cuentan que se agotó el mismo día de su publicación.

Todo un record para la época y un detalle más del impacto que las ideas darwinianas produjeron en la sociedad. Un auténtico escándalo. No se pueden hacer una idea lo que fue.

Las posturas enfrentadas ya se las imagina: creacionismo, por un lado, y evolucionismo, por otro. Los contendientes son también conocidos.

Protagonistas
La defensa del creacionismo corrió por cuenta del obispo anglicano de Oxford, Samuel Wilberforce, hijo del político William Wilberforce, famoso por abogar en contra de la esclavitud.

El obispo tenía una formación académica poco usual en esa época. Era, a la vez, profesor de Teología y de Matemáticas en la Universidad de Oxford. Había ganado un sobresaliente en matemáticas en sus días de postgrado y estaba considerado como un reputado teólogo.

Conferenciante vehemente, brillante polemista, era conocido con el apodo de ‘Sam el jabonoso’, debido a su costumbre de frotarse continuamente las manos mientras predicaba.

Por supuesto Wilberforce condenaba la teoría de Darwin por considerarla: “una deshonrosa visión de la naturaleza ... absolutamente incompatible con la palabra de Dios”.

Seguro que no había otro rival, capaz de llevar a cabo un ataque más virulento contra el evolucionismo, que Wiberforce.

El rival dialectico del obispo no fue otro que el joven biólogo Thomas Henry Huxley (1825-1895), acérrimo defensor de la evolución, y a quien le encantaba una buena discusión más que a un tonto un lápiz. Esa es la verdad.

Huxley había decidido, motu proprio, que Darwin -que nunca quiso defender en público sus ideas evolucionistas- necesitaba que alguien le protegiera. Y pensó que no había nadie mejor que él para esa misión. Pensado y hecho.

Así se convirtió en un defensor a ultranza de la evolución. Tanto que se refería así mismo como “el buldog de Darwin”. Todo un detalle de su personalidad, éste de asumir el papel de perro guardián de la evolución.

Bien. Contextualizada la situación y presentados los protagonistas, hagamos la puesta en escena al modo clásico. Con su planteamiento, nudo y desenlace.

Planteamiento
La escena del debate, que como es sabido por todos se decantó a favor del darwinismo, pudo transcurrir más o menos así.

Wilberforce empezó el debate y después de establecer varios puntos científicos, concluyó con el razonamiento del filósofo y teólogo británico William Paley (1743-1805).

Aquél, según el cual, lo mismo que la existencia de un reloj supone la de su constructor, un relojero, de igual manera, la existencia de un diseño en la naturaleza supone la de su creador, un diseñador. Y con esta analogía acabó su intervención.

A continuación se levantó Huxley y expuso su conocida hipótesis sobre los monos y la máquina de escribir.

Aquella que nos dice que seis simios o monos eternos, escribiendo en seis máquinas siempre operativas, con cantidades ilimitadas de papel y tinta podrían, dándoles el tiempo suficiente y por mero azar, o sea tecleando aleatoriamente, producir lo que quisiéramos. (Continuará)

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