Era
una de sus recetas para iniciar nuestra educación, la de mis hermanos y la mía,
en el ya antañón siglo pasado. Una exigencia que partía de los pequeños y
escogidos servicios que nos solicitaba a cada uno de nosotros, para ayudar a la
convivencia familiar. Ya se lo pueden imaginar.
Cometidos
asequibles a nuestra edad, tareas que suscitaban nuestro sentido de la
responsabilidad y que nos suponían pequeños esfuerzos pero que nos reportaban
grandes logros. Les hablo de ocuparnos de nuestra ropa, cuidar de alguna zona
de la casa, atender a un hermano menor, realizar nuestros deberes escolares,
etcétera. En fin, ese tipo de cosas.
Unas
tareas que además tenían que estar bien hechas, porque a ella no le bastaba con
que las hiciéramos, no. En su forma de entender la educación, inculcar en los
hijos el amor por el trabajo bien hecho, lejos de la chapuza, exigirles hacer
bien las cosas, era algo necesario, razonable e irrenunciable, si se entiende
como exigencia de intentar hacerlas bien. Claro que las tareas encomendadas por
nuestra madre también atendían a detalles de otro orden.
Desde
las destinadas a los demás, como proteger a los que son más pequeños que
nosotros, obedecer y respetar a los mayores, compartir alimentos y otros
bienes, etcétera. Hasta las que nos afectaban a nosotros mismos, como vivir con
naturalidad los éxitos y las contrariedades, esforzarnos en cambiar nuestros
defectos de carácter, evitar el despiste que nos hace llegar tarde a las citas,
etcétera.
Así
pretendía ella que ejercitáramos la fortaleza de la voluntad, de manera que,
desacostumbrada a lo fácil, no se desfondara ante lo arduo. Lo expresa muy bien
Felipe, el simpático amigo de Mafalda, cuando, dominado por la pereza, nos
dice: “Hasta mis debilidades son más
fuertes que yo”. (Continuará)
[*] Introduzcan en [Buscar en el blog] las palabras en negrilla y cursiva,
si desean ampliar información sobre ellas.
[**] Esta entrada fue publicada el 18 de mayo de 2019, en el diario digital Rota al día.
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