(Continuación) Con un “sin embargo no pudo ser” les dejaba ayer, cuando les
hablaba del experimento del
desplazamiento hacia el rojo de la luz y es así. Verán. Con el encargo de la
obra, Erich Mendelsohn, tuvo que
aceptar algunos condicionantes arquitectónicos ineludibles, derivados de la
finalidad científica del edificio.
Creo que no se lo he comentado pero han de saber que la construcción de la
torre fue financiada por el estado prusiano y aportaciones privadas y por
contrato debía contener espacios para albergar un telescopio, un laboratorio y viviendas
para un número limitado de científicos y técnicos.
Y en un principio el arquitecto las satisfizo. Por ejemplo la luz captada
por el telescopio llegaba al laboratorio ubicado en el sótano, mediante un
sistema de espejos dispuestos en un ángulo de cuarenta y cinco grados (45º) que
la reflejaban desde la parte alta de la torre hasta la base a través de un
hueco interior.
Un laboratorio que debía estar completamente aislado tanto de la luz
exterior como de los cambios de temperatura,
a fin de poder estudiar con precisión las teorías de Einstein sobre la curvatura de una luz sometida a un intenso campo
gravitatorio.
De ahí el ensanchamiento de la base del edificio y el grosor de las paredes
y las antecámaras previas al laboratorio. Para todo tuvo el arquitecto plena
autonomía y libertad, desde la disposición de las habitaciones accesorias, al
diseño de los detalles, pasando por los accesos a la torre. Y todo lo resolvió
demostrando un enorme talento artístico, práctico y constructivo. A la vista
está.
Sin embargo, el experimento de la torre estaba destinado al fracaso debido,
no a una sino a dos razones ajenas al arquitecto.
Dos fallos
científicos
De un lado uno de naturaleza tecnológica. A pesar de ser uno de los más
modernos de la época, el telescopio
transversal de dieciséis metros (16 m) de longitud que se instaló, no tenía
la precisión suficiente como para poder comprobar los vanguardistas postulados
del genio relativista.
Y del otro uno de naturaleza técnica. Dado que el campo gravitatorio terrestre varía con la altura, una de las posibles
formas de verificar el corrimiento al rojo consiste en medir la posición de las
líneas espectrales emitidas por algún elemento químico, en dos alturas
diferentes. Y es lo que se hizo. La idea era llevar la radiación solar luz
hasta el centro de la torre y desde ahí enviarla a la base y la cima de la torre
y comparar los desplazamientos de los respectivos espectros.
Sin embargo y aunque desde el primer momento se sabía que los catorce
metros (14 m) que separarían esas dos alturas eran insuficientes para producir
una diferencia de posición de las líneas apreciable, aun así, se decidió
construir la torre con esas dimensiones. Estas cosas pueden pasar.
Y tanto que pasan. Cuando tres años después el astrónomo Erwin Finlay-Freundlich y su equipo comenzaron
las primeras mediciones, se confirmaron los peores pronósticos. Antes que tarde
se hizo patente que el desplazamiento era demasiado pequeño como para ser
detectado allí con el instrumental disponible.
Recordar aquí que la primera comprobación empírica de la teoría de la
relatividad ocurrió unos años antes, durante el famoso eclipse total de Sol de 1919. Las medidas realizadas durante el
mismo demostraron que los cálculos de Albert
Einstein sobre la curvatura de la luz en presencia de un campo
gravitatorio, eran exactos. Fue un experimento entre la mecánica celeste y la
óptica geométrica.
Otro
experimento, otra torre, otro fenómeno
La siguiente comprobación fue la del corrimiento hacia el rojo de la luz
ocasionado por la gravedad de un cuerpo masivo, un experimento éste entre la
mecánica celeste y la óptica electromagnética (Continuará)
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