Tal día como hoy domingo, pero de hace ciento veinte (120) años, es decir
el 30 de abril de 1897 que entonces
cayó en viernes, el físico británico Joseph
John Thomson (1856-1940) pronunciaba una conferencia en la Royal Institution de Londres, que causó un gran
revuelo en el mundo científico.
Gran revuelo les digo porque, no en vano, en el transcurso de la misma anunció
que los rayos catódicos -cuyas
propiedades investigaba desde hacía tiempo, y de los que se desconocía su
naturaleza (no se sabía si ésta era corpuscular u ondulatoria)- estaban
constituidos en realidad por partículas.
Y no unas partículas cualesquiera, sino unas de lo más sorprendentes porque
resultaban ser mil (1000) veces más ligeras que el menor de los átomos conocidos
que existen, es decir el hidrógeno (H),
y tenían además carga eléctrica negativa.
Lo que Thomson
venía a decir es que había descubierto la primera
partícula subatómica.
De aquí la sorpresa del descubrimiento de su existencia pues hasta ese momento, finales del siglo
XIX, todo el mundo creía que los átomos
eran indivisibles y que no existía
nada material más pequeño en la naturaleza. Abro paréntesis filosófico.
La verdad en ciencias
Ya saben lo de la verdad del filósofo griego al respecto, toda una
autoridad por aquellos entonces: ‘Las únicas verdades que existen son los
átomos y el espacio vacío; lo demás es mera especulación’.
Y esa era la verdad científica aceptada hasta ese momento decimonónico al que me refiero, un
craso error como pueden comprender, pero qué quieren, la experiencia nos ha
demostrado que la verdad en ciencia, no es hija de la autoridad sino del tiempo.
Y que la ciencia, como cuerpo de conocimientos que es, se
compone en realidad de errores que a su vez son solo pasos hacia la verdad. Vamos
que la verdad en ciencia no pasa de ser la hipótesis funcional más apropiada, que nos abre el camino hacia la siguiente mejor.
Algo no muy diferente de muchas de las actividades humanas, consistentes más
en destruir errores que en descubrir verdades. De estos mimbres estamos hechos.
Humanos, demasiado humanos, que nos dejó dicho otro filósofo.
Pero el caso es que así es como avanza la ciencia, de error aceptado en
error aceptado. De ahí su grandeza. Cierro paréntesis filosófico.
De
vuelta con la conferencia
En un principio a dichas partículas Thomson las llamó, por su pequeño
tamaño, corpúsculo, y los resultados
de su investigación lo publicó ese mismo año en Philosophical Magazine, 44, 293 (1897), a la vez que la revista Electrician anunciaba el descubrimiento.
Con el tiempo a dicha partícula subatómica fundamental, pues es necesaria para explicar al átomo, y elemental, pues no se compone de otras,
se le puso el nombre de electrón.
Exactamente el mismo término que hacia 1891, el físico angloirlandés George Johnstone Stoney (1826-1911) había
propuesto para la “unidad fundamental de la cantidad de electricidad”, y de la
que determinó su valor. El valor del ‘átomo de electricidad’, si me permiten la
licencia literaria, y una de sus mayores contribuciones a la ciencia entre
otras, sin duda.
Por decir de forma breve y resumida esta parte de la historia del electrón,
el concepto científico ya existía antes de que se descubriera la partícula
física. Puede sonar a galimatías dicho así, pero es cierto. En la vida estas
cosas pasan.
Naturalmente, en la larga historia del electrón y como buena saga que
se precie de serlo, existen precuelas y secuelas que le dan sentido pleno. Unos
apartados históricos que iremos abordando, si me lo hacen saber.
Mientras pueden ver lo enrocado bajo el término de Thomson. Mas por
ahora nos quedamos con este día, uno de los cuentan en la historia de la
ciencia.
30 de abril de 1897, cuando se anunció el descubrimiento del electrón.
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