Tacos o
expresiones malsonantes, al decir de los cursis. Ya saben, esos expresivos vocablos
que en no pocas ocasiones ejercen sobre nosotros un salutífero efecto. Salutífero
digo, porque a nadie escapa que usados a modo de muletillas actúan de forma
balsámica en nuestro comportamiento.
Vienen a ser como
un auténtico antídoto frente a la violencia del exterior y la propia
agresividad interna. Cosa fina, oigan. Un valor catártico nada despreciable,
que retrata nuestra forma de ser y con un coste muy reducido. Sí, como lo leen.
Al decir de
los expertos en lingüística, si en el vocabulario habitual de una persona se
manejan unas trescientas (300) palabras, de ellas no más de quince o veinte (15-20)
son tacos. Un porcentaje bastante reducido, si tenemos en cuenta todo lo que
suenan y el juego que dan.
De testículos a cojones
Además son los
mismos desde hace siglos, apenas han cambiado, y es que de hecho no pueden hacerlo,
pero bueno eso es otra cuestión y no la que nos trae hoy. Una prueba de lo que
les digo del efecto catártico, la tenemos cuando sustituimos el término “cojones”
por “testículos” en una conversación.
Estarán
conmigo que al cambiar de palabra, ya no estamos diciendo lo mismo. No. Es más
que evidente que ambos vocablos no cumplen la misma misión. Ya, ya, parecen
iguales sí, pero no lo son. Es lo que tiene el poderío lingüístico del idioma.
Ah, y ya de la
que va, que no se me olvide. Lo mismo se puede argumentar de las palabras “coño”
y “vagina”, no se me vaya a molestar nadie. Lo digo por la cojonera visión de la cosa igualitaria. Para quien escribe, “tanto
monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. Lo mismito y escrito queda.
A propósito de
referencias tacunas y bajunas, el susodicho término “cojones” sobresale, con
mucho, como recurso lingüístico. Muy por encima de cualquier otro. Sirva de
ejemplo lo escrito por el académico de la lengua, Arturo Pérez Reverte.
Algunas acepciones cojoniles
Uno de los
motivos que justifican su frecuente uso, es la variedad de acepciones que tiene
la palabra en función de lo que le acompañe. Me explico. Sabido es que el “número”
que acompañe al vocablo, le confiere un significado distinto en cada caso.
Así, uno,
significa caro o costoso (valía un cojón).
Dos, valentía (tenía dos cojones).
Tres, desprecio (me importa tres cojones).
Y un número muy grande y par, es importante este detalle, significa dificultad
(lograrlo me costó mil pares de cojones).
No mil uno. No. Mil. Es lo que tienen los pares y no me pregunten porqué.
También el “verbo”
que se conjugue juega su papel. Es más, un mismo verbo según el modo en el que
se emplee, le cambia el significado. Por ejemplo, “tener”.
En forma
afirmativa, indica valentía (aquella
persona tenía cojones). En modo admirativo, puede significar sorpresa (¡tiene cojones!). Aunque también
rechazo. Como sucedió en la
Maestranza de Sevilla, una de esas tardes de faenas
imposibles por insufribles del Faraón de
Camas.
El maestro
negado y el público rugiente. Un espectáculo infame. De pronto, desde los
tendidos, una voz desgarrada: “Curro, el
año que viene va a venir a verte quien tenga cojones de aguantarte... Y yo
también”. Rechazo y resignación. Es lo que tenía Curro. (Continuará)
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