Aunque se la conoce como Trappist-1,
ya les adelanté que su nombre de catálogo es otro más burocrático e insulso.
Algo así como, espero no equivocarme al escribirlo, 2MASS J23062928-0502285, y
es que ya saben cómo es la ciencia a la hora de nombre sus objetos de estudio. Pero el caso es que el origen de su nombre bien merece unas líneas, que es
lo que me dispongo a hacer.
Ante todo sepan, lo digo por ir asentando las bases,
que el único organismo autorizado para poner nombre a todo lo que se mueve en
el cielo es la Unión Astronómica
Internacional (UAI), o en su versión inglesa International Astronomical Union (IAU).
En realidad una agrupación de sociedades astronómicas, entre cuyos objetivos
se encuentra precisamente el de elaborar reglas para la nomenclatura de los
diferentes cuerpos celestes.
Ella es desde principio del siglo XX (1919), el único órgano rector
astronómico que decide a la hora de bautizar cualquier nuevo cuerpo celeste
hallado, sin importar lo que éstos sean satélites, planetas enanos, planetas,
estrellas, púlsares, agujeros negros, etcétera.
Una responsabilidad que muchos consideran que lleva a cabo, quizás, de
forma demasiado clásica, burocrática y tiránica. Pero que todos están de
acuerdo en aceptar, si lo que se quiere es mantener un mínimo orden en ese
progresivo sindiós topónimo.
Ese al que tiende la ciencia astronómica en cuanto se la deja de la mano. Y
el motivo, ya se lo imaginan, no es otro que la gran cantidad de cuerpos
celestes que el hombre, desde que lo es, ha descubierto en nuestro universo.
Un número que desde entonces, ya se lo digo yo, no es pequeño ni muchísimo
menos y a los que, claro está, hay que poner nombre para saber de qué cuerpo celeste
hablamos.
Del
nombre de los cuerpos celestes
Cuerpos a los que en un principio, cuando se descubrían a simple vista,
dado su pequeño número (pequeño en comparación con el que con el tiempo
traerían el uso de los telescopios),
se optó por nombrar echando mano de deidades y otros elementos mitológicos de
la antigüedad clásica, me refiero a Roma y Grecia.
Sirvan de ejemplos el homenaje al dios de la guerra, Marte, y a los señores del inframundo, Plutón. Pero claro, en nuestro planeta han existido otros hombres
con otras culturas y dioses, como los rapanui de la isla de Pascua o las tribus
nativas americanas.
Y también ellos elevaron su vista al cielo, descubrieron objetos en él y le
pusieron los nombres de sus dioses. Por el ejemplo el planeta enano Makemake, de los rapanui de Pascua.
Una idea que gustó desde el principio a la UAI, de modo que decidió que todos los cuerpos celestes que se
fueran descubriendo deberían llevar
nombre de deidades, eso sí, de cualquier deidad. Bueno todos, todos los
cuerpos, no. Hay una especie de límite de tamaño que deben superar para ser
bautizados.
Un honor, el de ponerle el nombre, que corresponde a su descubridor, si
bien antes ha de recibir la bendición de la UAI.
Recuerden lo que les comenté acerca de su clasicismo, burocracia y tiranía.
Como todo tiene sus ventajas e inconvenientes.
Una buena idea unionista en cualquier caso, que ponía orden y concierto en
el nomenclátor astronómico hasta que, con el paso del tiempo, se detectó un
problema.
Solía suceder a veces que el mismo cuerpo celeste, al ser detectado por
personas diferentes desde distintos lugares del planeta, fuera conocido con
varios nombres a la vez.
Me parece muy completa y clara la explicación que está dando sobre los exoplanetas. Pienso que cuando la acabe debería incluir un índice de todas ellas. Felicidades por el blog.
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