domingo, 5 de marzo de 2017

Dos luces para ver

A principios del pasado siglo XX unos cirujanos franceses operaron de cataratas a un niño de ocho años, ciego de nacimiento. Después de la operación y cuando consideraron que los ojos habían sanado por completo, le quitaron las vendas ansiosos por averiguar cómo veía.
Agitando lentamente una mano frente a sus ojos, ya sin ningún defecto, le preguntaron qué veía. Y el niño murmuró un lacónico: “No sé”, por lo que le preguntaron: “¿No ves el movimiento?”. “No sé”, repitió de nuevo el niño.
Intrigados hicieron que el niño tocara la mano del doctor mientras ésta se movía. Entonces, y sólo entonces, exclamó: “¡Se mueve!”. La situación era paradójica. Capaz de sentir el movimiento, incluso de oírlo y olerlo como después reconoció, lo miraba pero no lo veía. Podía verlo y sin embargo, no sabía verlo.
¿Qué le faltaba a este niño? ¿Qué se le escapaba a la ciencia?
Se sabía de la enorme complejidad del fenómeno de la visión pero resultaba evidente, tras esta experiencia, que el mecanismo que nos permite ver debía ser mucho más complejo aún.
No ya porque, por un lado sea necesaria una luz exterior que se refleje sobre el objeto y, por otro necesitemos de un órgano de visión, los ojos, capaz de captarla. Sino porque, aun siendo ambos necesarios, no son suficientes.
A la luz de las palabras del niño era preciso, además, que esa luz real del exterior reflejada por el objeto, al atravesar nuestros ojos, encuentre otra luz virtual en el interior. Una imagen ya grabada en nuestra mente, similar e interiorizada, con la que identificar y asociar el objeto del exterior.
En el caso de no existir esta imagen, es como si nuestra visión estuviera vacía de contenido y muda de sentido expresivo. Como la del niño de nuestra historia, que repetía: “No sé”. Dos luces pues son las que nos permiten ver.
Dos luces
Una física, externa, brillante. Otra mental, interna, comprensiva. Porque el hecho de ver exige, además del acto de mirar, el uso de una capacidad que se empieza a adquirir y a desarrollar desde nuestros primeros instantes de vida. ‘El niño reconoce a su madre por la sonrisa’, nos dice el poeta romano Virgilio. Y es así.
Los ojos han de estar no sólo sanos para mirar, sino educados para ver. Esa educación visual es la que le faltaba a nuestro niño, ciego de nacimiento, y por eso se aferraba a lo que le resultaba familiar y tranquilizador. Lo que le transmitían sus sentidos sanos: tacto, oído, olfato, etcétera.
Un buen ejemplo de esta luz interna la tenemos en esas ilusiones ópticas basadas en una figura ambigua, como la de ese rostro que según como se mire al principio, sólo aparece una anciana o una joven.
Pero que sin variar el objeto ni la luz exterior, pasado un tiempo, la delicada barbilla de la joven se empezará a convertir en la nariz deforme de la anciana. Es decir que las dos están.
¿Qué ha cambiado entonces en la percepción?
Pues sin duda sólo el carácter de nuestra participación, al dotar de sentido a la sensación. Una participación que modela y remodela a ésta, en función de la luz de su educación e inteligencia. La misma luz que no tenía el niño, al ser ciego de nacimiento.
Ya de la que va, ¿a quién ve usted en esa imagen cuando la mira? ¿A la joven o a la anciana? A modo de ayuda, si ve a la anciana, piense que su nariz podría ser la mejilla y barbilla de la chica, y la verruga podría ser la nariz. Si ve a la chica, fíjese en los detalles anteriores o mire cómo el collar de la chica es la boca de la anciana.
Lo dicho. Lo que un observador ve depende no sólo de lo que mira. También su experiencia vivida, su conocimiento y sus expectativas cuentan. Por eso, siendo única la imagen, cada uno ve cosas diferentes.
Luz e inteligencia. Verdad y mentira.



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