martes, 17 de marzo de 2015

Superstición y científicos

(Continuación) Y aunque las supersticiones no tienen sentido alguno, muchas personas continúan creyendo en ellas por aquello de “ante la duda la más cojonuda”, o como dice el refrán.

“Más vale prevenir que curar”
Así es y en esas estamos. La creencia en fenómenos sobrenaturales continúa arraigada en muchos humanos. Basta la menor sospecha de algún tipo de relación entre un objeto y la buena o mala suerte, para garantizar la supervivencia de esta credulidad.

Pero la que sea y en quien sea. Derramar la sal, romper un espejo, pasar por debajo de una escalera, toparse con un gato negro significan, aún hoy, una señal de mal augurio para muchas personas.

Así como poseer una pata de conejo, encontrarse un trébol de cuatro hojas, tener una herradura colgada en casa, o el siete, número mágico y afortunado por excelencia, son señales de buen augurio. Hay estudios que así lo demuestran.

Según una encuesta realizada en 2005, por el Instituto de Demoscopia de Allenbach, entre ciudadanos alemanes, creer en los buenos o malos presagios resulta más común en la actualidad, que hace un cuarto de siglo.

Por ejemplo, el cuarenta y dos porciento (42 %) de los encuestados consideraba un trébol de cuatro hojas como un presagio de buena suerte.

Y datos procedentes de la National Science Foundation de 2002, muestran también que más del cuarenta por ciento (40 %) de los estadounidenses están convencidos de que el demonio, los espíritus, los fenómenos sobrenaturales o las curaciones milagrosas, existen.

Por otra parte diferentes estudios revelan que en pleno siglo XXI, ni la astrología ni la videncia ni la magia han desaparecido. Todos necesitamos creer en algo. Ya ven hasta dónde llega la necesidad de creer del hombre.

¿Son supersticiosos los científicos?
Por supuesto que también en ellos se manifiestan estas falsas credulidades. Ni siquiera los hombres de ciencia resultan inmunes a la superstición.

En 2008, Richard Coll y sus colaboradores de la Universidad de Waikato en Hamilton (Nueva Zelanda) preguntaron a cuarenta (40) representantes de distintas disciplinas, entre ellos, físicos, químicos y biólogos, acerca de sus ideas sobre los fenómenos sobrenaturales.

Una muestra quizás no muy grande como para poder extrapolar los resultados, pero lo cierto es que éstos fueron, cuando menos, curiosos.

Resulta que algunos manifestaban creer en el efecto curativo de las piedras preciosas, mientras que otros se mostraban convencidos de la existencia de espíritus o extraterrestres.

La verdad es que son unas credulidades algo inesperadas en una muestra de científicos pero, a mi entender, lo realmente chocante y chusco, es cómo justificaban estas afirmaciones.

La mayoría de los encuestados las basaban en experiencias personales o en publicaciones de revistas pseudocientíficas pero, para ellos, convincentes.

Incluso algunos sostenían que amigos o colegas suyos habían superado una enfermedad grave apelando a un poder superior. Como pueden comprender todos esos argumentos carecen del valor de la prueba científica, único argumento válido en ciencia.

Por el contrario los científicos escépticos fundamentaban su rechazo a tal creencia, casi siempre, a través de consideraciones teóricas y datos empíricos.

¿Se sabe de algún científico famoso y supersticioso?
Las lenguas anabolenas de los corrillos científicos refieren una relacionada con una herradura, que dicen que tenía en su casa un físico de mediados del siglo pasado. Una historia apócrifa casi seguro, pero que viene que ni al pelo.

Para contextualizarla digamos que el científico era Niels Bohr (1885-1962), de quien este año celebramos el ciento treinta (130) aniversario de su nacimiento. Un físico danés que realizó contribuciones fundamentales para la comprensión de la estructura del átomo y la mecánica cuántica, por las que ganó el Premio Nobel de Física en 1922.

Un hecho sin duda sorprendente, tratándose de uno de los padres de la Física Moderna y, por ende, causante de la caída del determinante determinismo.

En cualquier sitio podría esperarse que hubiera una herradura, menos en su casa. Un símbolo de superstición.


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