Vaya por delante que, por méritos propios, esta mujer tiene más que ganada y en cualquier momento, su presencia en estos predios blogueros sobre científicas a reconocer por todos.
El motivo de que lo haga ahora obedece, simplemente, a una razón protocolaria. Se podría decir que lo hace por alusiones ya que, a finales del mes pasado, era citada en las entradas dedicadas a otra de las grandes: Carolina Herschel.
Una vez dicho esto y contextualizada la científica vayamos a lo mollar.
Hija de un vicealmirante de la armada inglesa, Mary F. Somerville (1780-1872) nació en Escocia y pasó toda su infancia en el campo. El contacto con la naturaleza, los animales y las plantas estimularon su carácter observador y curioso, pero retrasaron bastante su formación más básica.
Tanto y tanta que, con diez (10) años, la jovencita apenas sabía leer.
Y eso que su madre le hacía practicar cada día con la Biblia, pero ya ven con qué escaso resultado. Era evidente que a ella, ese tipo de lectura, no le gustaba nada. Pero nada de nada.
Estaba más que claro, que su familia tenía que hacer algo al respecto.
Lo hizo su padre que terminó por enviarla a un internado, con lo que eso implicaba: férrea disciplina, enclaustramiento absoluto, estudio memorizado, etcétera. Algo que a la joven Mary, ya se lo puede imaginar, le gustó aún menos.
Mal estuvieron las cosas ese curso para ella, hasta que llegó el verano. Entonces todo cambió.
No lo leyó, más bien lo devoró.
Por lo que, tras su lectura, el doctor la animó a aprender latín, a leer al poeta romano Virgilio (70-19 aC), y los Elementos de Euclides (325-256 aC). Sí, ha leído bien. Es el mismo libro preferido por Albert Einstein (1879-1955) en su juventud, un siglo después.
Era sorprendente. No sólo le gusta todo, sino que todo lo quiere llevar por delante.
Porque también se atreve con las clases de piano, los cursos de pintura y danza, el estudio del álgebra, la lectura de los clásicos, y una cosa que le encantaba: resolver los pasatiempos matemáticos de las revistas femeninas.
Todo esto sin olvidarnos, por supuesto, de las labores propias del hogar; al fin y al cabo, por muy lista que fuera, no dejaba de ser una mujer. En fin.
Por si todo esto fuera poco Mary, además, se las arreglaba para estar presente en las clases de matemáticas que un tutor le daba a su hermano. Una especie de libre oyente, que llegó a resolver los problemas que mandaba hacer a su hermano, antes que él mismo.
Sorprendente, no. Era más que sorprendente.
Un detalle éste que, ni que decirle tengo, no pasó desapercibido para el profesor, quien le procuró diversos libros de matemáticas para que ella se formara por libre. Y vaya si se formó. Al poco tiempo, él mismo se vio sobrepasado en conocimientos por su alumna.
Más que sorprendente, no. Lo siguiente.
No es de extrañar en absoluto que su padre llegara a decir lo de “...la camisa de fuerza”.
Normal. Estamos a comienzos del siglo XIX. Eran otros tiempos.
Por desgracia, tan solo tres años después, él muere y ella se encuentra viviendo en Londres, viuda, sola y con dos hijos a su cargo. Un duro cambio en la vida personal de cualquier mujer pero que, en su caso, resultó crucial para el desarrollo de su futuro como científica.
Un espléndido futuro al que contribuyeron, bien es cierto, tanto su valor, inteligencia y decisión, como la independencia social y magnífica posición económica en la que quedó.
Con tal entrega tomó sus estudios de matemáticas que, antes de cumplir los treinta años, ganó una medalla de plata por la solución de un problema sobre las ecuaciones diofánticas. En el Mathematical Repository de Wallace.
Es por ese tiempo cuando empieza a leer el Principia de Isaac Newton (1642-1727).
Pero un sucedido conocido, pero siempre nuevo, la sorprende. El amor volvió a llamar otra vez en su vida. Estas cosas pasan.
Y eso que su madre le hacía practicar cada día con la Biblia, pero ya ven con qué escaso resultado. Era evidente que a ella, ese tipo de lectura, no le gustaba nada. Pero nada de nada.
Estaba más que claro, que su familia tenía que hacer algo al respecto.
Lo hizo su padre que terminó por enviarla a un internado, con lo que eso implicaba: férrea disciplina, enclaustramiento absoluto, estudio memorizado, etcétera. Algo que a la joven Mary, ya se lo puede imaginar, le gustó aún menos.
Mal estuvieron las cosas ese curso para ella, hasta que llegó el verano. Entonces todo cambió.
“Uno de estos días veremos a Mary con camisa de fuerza”
Para su fortuna, en el verano de 1794, Mary conoció a su tío, el Dr. Somerville. Él fue quien supo ver en la niña, sus innatos deseos por aprender. Y para comprobarlo le dejó para que lo leyera, un libro de historias de mujeres sabias de la antigüedad.No lo leyó, más bien lo devoró.
Por lo que, tras su lectura, el doctor la animó a aprender latín, a leer al poeta romano Virgilio (70-19 aC), y los Elementos de Euclides (325-256 aC). Sí, ha leído bien. Es el mismo libro preferido por Albert Einstein (1879-1955) en su juventud, un siglo después.
Era sorprendente. No sólo le gusta todo, sino que todo lo quiere llevar por delante.
Porque también se atreve con las clases de piano, los cursos de pintura y danza, el estudio del álgebra, la lectura de los clásicos, y una cosa que le encantaba: resolver los pasatiempos matemáticos de las revistas femeninas.
Todo esto sin olvidarnos, por supuesto, de las labores propias del hogar; al fin y al cabo, por muy lista que fuera, no dejaba de ser una mujer. En fin.
Por si todo esto fuera poco Mary, además, se las arreglaba para estar presente en las clases de matemáticas que un tutor le daba a su hermano. Una especie de libre oyente, que llegó a resolver los problemas que mandaba hacer a su hermano, antes que él mismo.
Sorprendente, no. Era más que sorprendente.
Un detalle éste que, ni que decirle tengo, no pasó desapercibido para el profesor, quien le procuró diversos libros de matemáticas para que ella se formara por libre. Y vaya si se formó. Al poco tiempo, él mismo se vio sobrepasado en conocimientos por su alumna.
Más que sorprendente, no. Lo siguiente.
No es de extrañar en absoluto que su padre llegara a decir lo de “...la camisa de fuerza”.
El primer amor
Pero he aquí que la aplicada estudiante conoció el amor. Y a los veinticuatro (24) años se casaba con Samuel Greig, un capitán de la marina rusa, con el que se traslada a Londres. Por lo que sabemos era un buen hombre pero sin formación científica, y al que no le agradaba que su mujer anduviera todo el día entre libros. Normal. Estamos a comienzos del siglo XIX. Eran otros tiempos.
Por desgracia, tan solo tres años después, él muere y ella se encuentra viviendo en Londres, viuda, sola y con dos hijos a su cargo. Un duro cambio en la vida personal de cualquier mujer pero que, en su caso, resultó crucial para el desarrollo de su futuro como científica.
Un espléndido futuro al que contribuyeron, bien es cierto, tanto su valor, inteligencia y decisión, como la independencia social y magnífica posición económica en la que quedó.
Con tal entrega tomó sus estudios de matemáticas que, antes de cumplir los treinta años, ganó una medalla de plata por la solución de un problema sobre las ecuaciones diofánticas. En el Mathematical Repository de Wallace.
Es por ese tiempo cuando empieza a leer el Principia de Isaac Newton (1642-1727).
Pero un sucedido conocido, pero siempre nuevo, la sorprende. El amor volvió a llamar otra vez en su vida. Estas cosas pasan.
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