Si visión es un recuerdo de mi juventud asociado al veraneo familiar en las onubenses playas de Mazagón donde, tumbados en la arena, y rodeados por la oscuridad de la noche, enfocábamos los ojos al cielo infinito a la espera crédula de ver alguna lágrima del santo.
Sólo eso se necesita por nuestra parte, para ver las lágrimas de San Lorenzo. Oscuridad, paciencia, atención visual y creencia ¡Ah! También estaba lo de pedir un deseo mientras las veíamos.
Porque según la tradición cristiana, lo que veíamos pasar por el cielo eran ni más ni menos que las lágrimas del diácono, mártir y santo Lorenzo (225-258), que tienen el poder celestial de conceder deseos.
Bueno, pues ya ven de lo que va. Marchando una de astronomía, religión y superstición. O sea ciencia, creencia y credulidad. Los mimbres de los que estamos hechos.
En principio una leyenda más, la de las lágrimas cósmicas del santo, que unir a las terrenales de su vida y muerte. Empecemos con el hombre de Dios.
Lorenzo diácono y la leyenda del Santo Grial
Lo que sabemos de él nos viene por una tradición oral que sitúa su nacimiento bien en Huesca o bien en Valencia y nos dice, además, que fue ordenado diácono en el año 257 por el papa Sixto II. Y entre sus obligaciones, había siete diáconos en Roma, estaban la de administrar los bienes y documentos de la Iglesia, así como la atención y cuidado de los pobres. Probablemente el diácono Lorenzo sea uno de los primeros archivistas y tesoreros de la Iglesia y, por méritos propios, el patrón de los actuales bibliotecarios. Bien, hasta aquí.
Parece ser que entre otras reliquias y tesoros que le fueron entregados para su custodia, se encontraba el afamado santo cáliz. La copa de la que bebió Jesús en la última cena, junto a los Apóstoles.
Conocida como Santo Grial, cuentan que la envió a sus familiares de Huesca donde permaneció tan oculta a la vista, que llegó a ser olvidada en el tiempo. Una rocambolesca historia la de este supuesto vaso que dejaremos pasar para otro enroque.
Lo que importa a éste es que todo marchaba bien para el bueno de Lorenzo, hasta que el emperador Valeriano prohibió el culto cristiano, las reuniones en los cementerios y, naturalmente, persiguió a los creyentes, sacerdotes y obispos.
No fueron pocos los que sufrieron esta prohibición de una forma u otra.
Y entre sus víctimas se contaron, entre otras muchas, el papa Sixto y el propio Lorenzo. De quienes por cierto se cuentan una serie de leyendas relacionadas unas con sus vidas y otras con sus muertes. Empecemos con las de la vida.
Lorenzo diácono y la leyenda de la condena
Cuentan que yendo el papa Sixto II camino de su martirio y muerte, se topó con el diácono Lorenzo quién sorprendido y triste le preguntó: “¿A dónde vas, querido padre, sin tu hijo? ¿A dónde te apresuras, santo padre, sin tu diácono? Nunca antes montaste el altar de sacrificios sin tu sirviente, ¿y ahora deseas hacerlo sin mí?”.Unas sentidas palabras a las que el papa respondió de forma profética: “En tres días tú me seguirás”. Qué me dicen. Sinceridad, lo que se dice sinceridad, es cierto que no se le puede negar al papa. Si es eso lo que creía que iba a pasar, está bien que lo diga.
Pero bueno, estarán conmigo que hay formas y formas de decir las cosas. Y ésta, la verdad es que, muy bien no estuvo. No. No es bueno decir así cosas como esas.
Aunque lo realmente malo fue que, en el fondo, el vicario de Cristo no iba descaminado, porque la profecía se cumplió. Ese mismo día las autoridades civiles le ordenaban al diácono que les entregara todas las riquezas de la Iglesia.
Una operación para la que él pidió tres días a fin de reunirla y un tiempo que, confiadamente, le fue concedido. Y he aquí que el hombre de Jesús traicionó esa confianza, pues lo utilizó para repartir dichos bienes, absolutamente todos, entre los pobres y necesitados de la ciudad.
De modo que el tercer día lo que hizo fue presentarse ante las autoridades, con todos los menesterosos que había atendido: ciegos, ancianos, mendigos, huérfanos, viudas, lisiados, enfermos, mutilados, etcétera.
Y sin más los mostró diciendo que eran ellos los auténticos tesoros de la Iglesia, toda su riqueza. Confesó que no tenía nada más valioso que llevarles. O sea que tampoco se podía decir que fuera una traición lo suyo. A quien da lo que tiene no se le puede pedir más.
Claro que esa era una forma de ver la cuestión del tesoro con la que las autoridades romanas, precisamente, no coincidían.
Para ellos se trataba de una traición en toda regla, por lo que montaron en cólera espetándole: “Osas burlarte de Roma y del Emperador, y perecerás. Pero no creas que morirás en un instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida”.
Era una terrible condena de muerte.
Completo y prometedor. Espero con impaciencia la continuación.
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