Sí, ya lo ven. He tenido que repetir vinculación. Después se lo aclaro. Ahora me gustaría contarles una anécdota que resalta el papel que Carmen, su mujer, jugó en la vida de Severo Ochoa. El hombre y el científico.
Para ello nos tenemos que retrotraer a la década de los años treinta del pasado siglo XX. En concreto a 1937, cuando Carmen y Severo llegan a Plymouth, Inglaterra, huyendo de las desgraciadas circunstancias patrias.
Severo había conseguido una beca de seis (6) meses, para trabajar en el laboratorio de Biología Marina de esta localidad.
Una buena oferta académica para él, pero una situación personal que Carmen no lleva bien y que le hizo entrar en una depresión. Algo comprensible.
A la lógica preocupación por la suerte de su familia en España, en plena Guerra Civil. Hay que añadirle el aislamiento que le produjeron las muchas horas que pasaba sola en la pensión en la que vivían, y el hecho de no conocer el idioma.
Una adversidad para la que Severo encontró una solución ideal: hacer que trabajara con él en el laboratorio.
A pesar de su lógica e inicial negativa y el absoluto desconocimiento del trabajo científico experimental que tenía, Carmen, resultaría muy habilidosa en el laboratorio y le terminaría siendo de gran ayuda.
“Cozymase in invertebrate muscle”
En las propias palabras de Ochoa: “Me ayudó de maravilla pues, aunque no tenía una preparación propia en Biología experimental, aprendía con gran facilidad y rapidez. Se trataba de unos estudios de transfosforilación en extractos de músculos de invertebrados.
Entre otros utilizábamos langostas y bogavantes que nos proporcionaban sustento a la par de material de trabajo, pues usábamos para nuestros experimentos el músculo de la cola y nos comíamos, cocida con mayonesa, la exquisita carne de sus grandes pinzas.
Al cabo de pocos meses llegamos a odiar de tal modo el crustáceo que no volvimos a probar langosta hasta muchos años después”.
Este trabajo, firmado por Severo Ochoa y Carmen García Cobián, fue publicado en la prestigiosa revista científica Nature, en 1937 con el título “Cozymase in invertebrate muscle”. Cozymase in invertebrate muscle. Nature, 140, 1097-1097, 1937.
Siempre los dos juntos
Tras su largo peregrinaje por medio mundo, en el que siempre estuvo Carmen a su lado, a mediados de los años ochenta, Ochoa regresó a España donde fundó el instituto de investigaciones científicas que tiene su nombre. Muy poco después, en mayo de 1986, moría Carmen García Cobián. Lo que supuso un muy duro golpe tanto para el hombre como para el científico.
Severo se sumergió en una profunda depresión y, a partir de entonces, Ochoa decidió no volver a publicar ningún trabajo científico más. Puso fin a su brillante carrera.
Severo Ochoa, “El bioquímico de los bioquímicos”, según su discípulo y amigo Santiago Grisolía. Y del que es conocido de todos, el profundo vacío que le causó la prematura muerte de su esposa.
Siempre le profesó un trato amoroso, lleno de ternura y respeto. Y en esos tristes días llegó a decir: “En mi vida hay algo que ha merecido la pena, y no es la investigación científica, sino el haber tenido su amor ¿Cómo puede sorprenderse nadie de que diga que mi vida sin Carmen no es vida?”
Mandó que fuera enterrada en Luarca (Asturias), el pueblo que lo vio nacer y en el que descansan juntos. Esta circunstancia y el escaso reconocimiento sevillano a la figura del nobel es el motivo de repetir vinculación geográfica
Epitafio
El uno de noviembre de 1993, Ochoa fallecía en Madrid, dejándole todo dispuesto. Hasta el epitafio de la lápida que reza así: “Aquí yacen Carmen y Severo Ochoa unidos toda una vida por el amor, ahora eternamente vinculados por la muerte”. Así de intimista suena el epitafio bajo el que yacen la pareja de enamorados. Y tiene una pequeña intrahistoria que nos habla de la personalidad del hombre que, en sus últimos años, tuvo la mirada entre tímida y melancólica y blanca la cabellera.
Cuenta su biógrafo que el propio doctor Ochoa le había entregado hacía tiempo, en una cuartilla manuscrita en tinta azul, el epitafio que quería que se pusiera en la tumba en el asturiano cementerio de Luarca.
Pero parece ser que el hombre no había quedado muy tranquilo con esta disposición y, cuenta su sobrino Joaquín que, un buen día se presentó en su casa de Luarca donde vive, con una pesada caja.
“Te dejo esto para que te ocupes de él cuando muera. Ábrelo cuando yo no esté”.
En su interior había una plancha de mármol blanco con la frase grabada: “Aquí yacen Carmen y Severo Ochoa unidos toda una vida por el amor ahora eternamente vinculados por la muerte”.
En 1993 falleció Severo Ochoa de Albornoz y se cumplió su voluntad.
Una voluntad que nos muestra el amor que profesó a Carmen García Cobián, con quien contrajo matrimonio en 1931, le acompañó hasta sus últimos años y sin la cual admite que habría sido otro hombre.
Lo llaman amor.
Unos años después, en 1999, uno de sus experimentos fue realizado en condiciones de ingravidez, al llevarse a cabo a bordo del transbordador Atlantis.
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