A pesar de nacer en el seno de una familia italiana judía de clase media, su padre, un ingeniero apasionado por las matemáticas, se negó durante años a que estudiara. Sencillamente no veía él que fuera actividad para una mujer.
Tan así lo veía, que hasta que no cumplió los veinte (20) años, Rita, no pudo iniciar el bachillerato superior, para después pasar a la Facultad de Medicina, lo que no hizo hasta 1930. La reticencia del padre, fue la primera barrera que tuvo que superar.
Por desgracia no fue la última, ni la más alta. Ya en la universidad, su promoción constaba de trescientos (300) alumnos, de los que sólo siete (7) eran mujeres. Poco más de un dos por ciento (2 %).
Estamos en los inicios del siglo pasado en Italia y no eran pocas las barreras sociales impuestas a la mujer. Ya hemos tratado, en parte, este tema de la educación universitaria y la mujer en España. Tres cuartos de lo mismo.
Mujer, judía y científica. Mala combinación para la época. No obstante Rita, menuda y frágil en apariencia, se licenció en Medicina y Cirugía y terminó doctorando en Neurocirugía. No en vano atesoraba una energía mental, casi inacabable, en tan pequeño cuerpo físico. Suya es la frase: “El cuerpo hace lo que quiere. Yo no soy mi cuerpo: soy mi mente”.
Investigaciones en Italia
Era tan solo una joven investigadora de la Facultad de Medicina de Turín, si bien ya una auténtica experta en histología especializada en el tejido nervioso, cuando las leyes antijudías italianas de 1938, la obligaron a dejar la universidad. Además, tuvo que ocultarse para evitar la deportación. Un peligro cierto fruto de la locura racista del fascismo.
Una nueva barrera, en esta ocasión doble, que resolvió con una sola decisión. Casi desapareció.
Como el fascismo en la Segunda Guerra Mundial prohibió la práctica de la Medicina y la Ciencia a los judíos, ella continuó sus investigaciones sobre el desarrollo del sistema nervioso en la clandestinidad, de forma privada.
Tan privada que la realizó en un laboratorio que montó en su propia y apartada vivienda rural. Y en sus investigaciones empleó lo que tenía más a mano. Los huevos que le proporcionaban los campesinos, como pago de las atenciones médicas que ella, de forma clandestina, les prestaba. Es lo que llaman la economía del trueque.
De modo que empezó a estudiar pues eso, embriones de pollo. No hay dudas que la necesidad es madre del ingenio.
Y en contra de la hipótesis aceptada en aquella época sobre la génesis del tejido nervioso, ella descubrió que, para la regeneración de las células neuronales, era necesaria la presencia de un compuesto químico que organizara los nervios (Continuará).
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