En una entrada, de hace poco más de dos semanas, les recordaba el cincuenta (50) aniversario cinematográfico de James Bond (1962). Es posible que algunos la recuerden.
Como posible es también, que a más de un seguidor del blog, dicho recordatorio le haya traído a la memoria otro aniversario, sólo que éste musical.
Por si no es así, les recuerdo que hace cincuenta años también, aparecía en el universo de la música el conjunto conocido como The Beatles (1962). Una coincidencia que, además de ser temporal, lo fue espacial. O sea, doble. Recordemos.
Doble coincidencia espacio-temporal
Fue en 1962 y en Londres, cuándo y dónde, uno de los agentes de los servicios de inteligencia inglés empezó a forjar su alter ego literario. Por un motivo u otro, no viene ahora al caso, fraguó un ficticio personaje de acción, con auténtico tirón mediático. Nada menos que uno de los espías más representativos de la historia cinematográfica, a la vez que el más duradero y, sobre todo, el más rentable. Bond, James Bond. Ya saben, mi héroe cinematográfico.
Pero ese mismo año y en la misma ciudad, unos chavales de barrio se daban a conocer al mundo. Y lo hacían como uno de los grupos que terminaría marcando el nuevo rumbo de la música.
Lo marcaron no sólo con el fondo de la inconfundible armonía de sus canciones. Hubo algo más. También dejó su huella en la nueva singladura musical, la forma, sí, también inconfundible, de las cortas melenas y las vestimentas de sus componentes: John, Paul, Ringo y George.
De modo que en este año del Señor de 2012, James Bond y The Beatles o The Beatles y James Bond (lo mismo da que da lo mismo), cumplen cincuenta (50) años de su llegada al mundo.
Todo un acontecimiento histórico-artístico para el planeta, en el que provocaron no pocas corrientes perturbadoras.
Bondmanía vs Beatlemanía
Una superposición espacio-temporal de los mundos de la música y el cine, les decía, que ríase usted de la supuesta confluencia planetaria de hace algo más que un par de años. Ésa que fue fruto de la servil, servicial y agradecida imaginación “leirepajinera” y, a su corto entender, tuvo lugar en los mundos de la política estadounidense-hispano o hispano-estadounidense (que no es que sea igual, pero que bueno).
Una superposición que algunos acompañan de una supuesta enemistad entre sus fans y seguidores. Una especie de Bondmanía vs Beatlemanía, por utilizar los términos que se pusieron de moda en la década de los años sesenta del siglo pasado, y con los que se describían estas ya, antañonas corrientes sociales.
Dos viejas creaciones inglesas que a pesar del tiempo transcurrido, continúan de actualidad, con cierta vigencia y en las que, algunos estudiosos, han querido ver rasgos de enemistad.
Un atribuido roce que habría llevado a ambos mundos, el cinematográfico y el musical, a una especie de colisión de intereses. Una situación que no obstante, no todos ven así. Entre ellos quien escribe.
A mi particular entender, desde el punto de vista de la física, la superposición espacio-temporal de ambos fenómenos no tiene por qué desarrollarse, inexorablemente, según las leyes mecánicas corpusculares de los cuerpos.
Es decir, no tienen que provocar un choque. Podrían dar lugar a una interferencia.
Diferenciando interferencia de colisión
Podrían obedecer a las leyes también mecánicas pero ondulatorias de las ondas. Es decir, ambos fenómenos podrían interferir y no colisionar, con lo que los resultados finales serían bien diferentes. Desde el punto de vista de la ciencia física, no es lo mismo una interferencia que una colisión. Lo dejaremos aquí (por ahora).
Un pretendido conflicto, vuelvo al origen cinematográfico, que adquiere carta de naturaleza en una escena de la película Goldfinger (1964), que es ya todo un clásico de la bondología.
Aquella que transcurre en la habitación de un hotel, con Bond y la chica de turno, Jill Masterson, en la cama y en la que el inefable agente secreto con licencia para matar, se descuelga con otra de sus auténticas perlas lingüísticas y que tan bien le caracterizan.
Disponiéndose a ir por otra botella al frigorífico dice: “Hay ciertas cosas que no están permitidas, tales como beber Dom Pérignon del 53, a una temperatura superior a los 4 ºC. Es tan malo como escuchar a los Beatles sin taparse los oídos”.
Ya la tenemos liada.
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