Compañero inseparable de la curiosidad humana, ningún otro instrumento óptico como el espejo ha sido dotado por el hombre, de tantos significados: científico, simbólico, artístico, psicológico, mágico, etcétera. Ninguno.
Y espejos ha habido siempre. Desde la noche de los tiempos, los hombres han podido ver su imagen reflejada en las aguas tranquilas de una charca, y esta simple acción no ha hecho más que aumentar su curiosidad y, con ella, su sed de conocimiento.
Como así lo atestiguan numerosos objetos encontrados, el espejo ha estado presente en todas las culturas. Con la llegada de la Edad de Bronce (3500 a. C.), y gracias al metal bruñido, los sumerios ya fabricaron espejos en Mesopotamia; eran de bronce con sencillos mangos de madera, marfil u oro.
Más tarde los egipcios, mucho más sofisticados, los adornaban aplicando un elaborado diseño a base de animales, flores y pájaros. Y así hasta nuestros días.
No hay dudas de que, a lo largo de la historia, el espejo ha sido un elemento indispensable para el aseo y cuidado personal. Desde la princesa más altiva, hasta el mendigo más harapiento.
Todo el mundo ha tenido alguna vez la necesidad de contemplarse en una superficie reflectante.
El espejo nos devuelve nuestra propia imagen y, su visión, puede producirnos sentimientos ambivalentes, encontrados: de atracción o de rechazo. Y a veces, independiente del sentimiento producido, puede originarnos, también, adicción. Como lo leen.
Es una nueva enfermedad detectada, esta adicción, que tiene, naturalmente, nombre. Se llama Captotrofília, la obsesión de mirarse en el espejo, buscando un fallo en la imagen.
Captotrofília, la obsesión de mirarse en el espejo
Un reciente estudio realizado en el Reino Unido afirma que hay personas que buscan su imagen reflejada, hasta setenta y dos (72) veces al día. No es que estén interesadas en ella, están obsesionadas por verse continuamente. Y para ello aprovechan todo lo que encuentran a su paso.
Desde los espejos de casa, pasando por el del ascensor y los retrovisores de los coches, hasta el cristal del escaparate de una tienda, la misma pantalla del móvil o cualquier otra superficie que produzca el fenómeno de la reflexión.
Una obsesión humana, signo y fruto de los tiempos que corren, que nos hace estar cada vez más pendiente de nuestra imagen, y observar de forma continua y minuciosa nuestro cuerpo.
Tan continua, que hasta se ha detectado a quienes aprovechan su propia sombra en el suelo o en una pared para buscarse “si le falta algo”.
Los psicólogos asocian esta obsesión por mirarse con un síndrome de inseguridad, baja autoestima u otras patologías de la personalidad de cualquiera de nosotros. (Continuará)
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