Razones para un mito
(Continuación) Una
imagen ésta del momento de la adoración que, probablemente, es la que da fuerza
a un mito que dura ya dos mil años
de nuestra era.
Dos mil años de
hechos y desechos, de proezas y vilezas, de hazañas y de guadañas.
Y que a pesar de
todo y no sabemos muy bien porqué, nos empeñamos en conservar. Pero el caso es
que lo hacemos. Y eso digo yo que debe ser por algo. Les ofrezco dos de estos “algos”.
Uno porque quizás
nos haga sentirnos mejor y, por ende, ser mejores. Al menos un día al año las
cosas parecen tener sentido.
Sí. Es más que
posible que éste pueda ser uno de ellos. No olvidemos que, de algún modo, ya
forma parte de nuestro imaginario
colectivo.
El otro algo puede
radicar en el simbolismo de la imagen de tres poderosos, arrodillándose ante un
indefenso niño en un establo. Bien vista no puede tener más carga simbólica.
Pocas creaciones
concebidas por el intelecto humano, pueden resultar más poderosa que ésta, máxime,
partiendo de donde parte. No olvidemos que no es más que una supuesta reliquia,
rodeada de gran parte de leyenda y algo de historia. Y a pesar de todo se ha
convertido en un mito.
Un mito que se
ha metido en la propia historia humana hasta el punto de hacer creer a mucha
gente que existen unas islas de los
Reyes Magos. Como lo leen. Todo empezó en el siglo XVI.
El mito de las
islas del rey Salomón
Bueno en
realidad lo hizo quince siglos antes y lo cuenta, cómo no, la Biblia. Que sitúa en Oriente unas islas
maravillosas, de
donde salían las naves cargadas de riquezas para el rey Salomón.
Una tierra de
nombre Ofir, que estaba nada menos
que a ¡tres años! de distancia de la ciudad de Jerusalén y de donde, según el Libro de los Salmos, saldrían los
mismos Reyes Magos para postrarse
ante el Hijo de Dios. Como pueden
ver se trata de una tierra mítica.
Desde este mismo
momento, la figura de los Reyes Magos quedó unida a la leyenda de las ya
llamadas, islas de Salomón.
Un paraíso de
riquezas sin límite, rebosante de piedras preciosas, oro, sándalo y marfil. Un
mito que alcanzar como otros muchos por los aventureros del siglo XVI. Un siglo
pleno de persecución de mitos.
Como el de El Dorado por Pedro de Ursúa; o la fuente de la eterna juventud por Ponce de León; o la riquísima ciudad de
Trapalanda por Diego de Rojas; o, ni que decir tengo, las islas de los Reyes Magos por Álvaro
de Mendaña.
La historia de
las islas de los Reyes Magos
La documentación
existente nos dice que el propio Cristobal
Colón llegó a pensar, en algún momento de su llegada a las Indias, que había arribado a una de
estas islas.
Llega incluso a
decirle a su tripulación: “Señores míos,
os quiero llevar al lugar de donde salió uno de los tres Reyes Magos que
vinieron a adorar a Cristo”.
No lo logró pero
esto no impidió, más bien todo lo contrario, que el sueño de su descubrimiento se
contagiara a otros aventureros, en distintas ocasiones y con suerte desigual.
En más
aventureros de los que la voluntad de perdón pueda redimir. En más ocasiones de
las que la cortesía histórica pueda ignorar. Y en más situaciones de las que el
buen gusto pueda maquillar.
Pero ese es otro
asunto y no el que nos trae hoy. De modo que lo aparcaremos y seguiremos con lo
nuestro. Y el caso es que, entre esos aventureros, se encontraba Álvaro de Mendaña. (Continuará)
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