Lejos queda ya por tanto aquello de que los tatuajes, como los diamantes, son para siempre.
Por supuesto que el resultado estético de la eliminación “tatuajera” dependerá de su tamaño, los colores empleados y la zona del cuerpo en la que se encuentre.
Pero vamos, pocos hay que se resistan a la eficacia de la técnica láser en sus distintos tipos, según la longitud de onda que se emplee. Así que de imborrables nada de nada.
Como sabemos, los tatuajes se realizan inyectando tinta en una capa profunda de la piel conocida como dermis.
Está situada entre la epidermis que es la más externa, la que se encuentra en contacto con el medio externo y la hipodermis, el estrato más profundo constituido por un tejido conjuntivo vascularizado y con abundantes terminaciones nerviosas.

Por eso los profesionales del tatuaje, que lo saben, la inyectan más abajo, en la dermis. Al mismo nivel donde se encuentran los lunares. Una capa que no se renueva, pero que puede ser tratada con láser para eliminarlos.

Entre ellos un trastorno de la pigmentación, en distintas formas: decoloración, hiperpigmentación, o formación de cicatrices, tanto del tipo hipertrófica como queloides.
Nada grave, pero ahí están y avisados quedan.
En cualquiera de los casos la experiencia médica dice que, a pesar de estos inconvenientes, los pacientes quedan contentos con el resultado.
Al fin y al cabo es más fácil justificar la existencia de una cicatriz, que el motivo y el lugar de cierto tatuaje en nuestro cuerpo. Ya me entienden.
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