Si les digo que hoy deseo escribir sobre Alan Turing (1912-1954), es probable que su nombre no les resulte conocido.
Algo que bien pensado, es lógico por un lado pero sorprendente por otro.
Lógico, dada la escasa divulgación que se ha hecho de él. Sorprendente, pues se trata de uno de los científicos más influyentes e interesantes del siglo XX.
En un intento de subsanar esta paradoja, dedicaremos un trío de enrocadas entradas a esta singular persona: Alan Turing.
Asistió a una privada, y allí fue un alumno atípico. Tenía algunos, digamos, problemillas.
Por ejemplo le costaba distinguir la derecha de la izquierda. Lo que le hacía ser centro de las bromas de sus compañeros, que lo consideraban por ello un torpe.
También era muy, muy, malo en latín y en lengua, por lo que recibía no pocas reprimendas de sus profesores. Una mala combinación escolar ésta, de no caer bien ni a compañeros ni a profesores.
Pero si algo caracterizaba al joven Alan era el disfrute que le producía resolver problemas. Con sólo ocho años encontró la solución al primero de ellos.
Decidió pintarse un discreto punto rojo en su pulgar izquierdo; de esa manera ya no se equivocaba, y era igual que los demás. Nunca se enteraron de cómo lo consiguió.
Y para el segundo no se le ocurrió otra cosa que contrarrestarlo, destacando de manera brillante en las asignaturas que le gustaban: física y matemáticas. Y como destacó lo suficiente. Asunto resuelto.
La halló dibujando, con todo detalle, las trayectorias de las abejas cercanas y encontrando el punto de intersección de sus recorridos que era, claro, la colmena.
Un trabajo intelectual impropio de un adolescente. Y es que ya apuntaba al prodigio en el que se convertiría como físico y matemático.
Dos acciones, una física y otra intelectual, que demostraban cómo a pesar de su corta edad, había superado, de largo, no sólo a los niños de su edad sino a muchos, muchos, adultos.
Pero ya en plena adolescencia, los problemas empezaron a ser otros más delicados.
Y lo malo era que su solución, ya no estaba tan a su alcance como antes.
Con dieciséis años, Alan, se dio cuenta de que le atraían físicamente los hombres. Era gay. Un mal asunto éste de la homosexualidad, máxime en un colegio y en plena Inglaterra victoriana de principios del siglo XX.
Con diecisiete años conoció a un chico algo mayor que él, de quien se enamoró. Mejor dicho se enamoraron.
Leían juntos libros de física y poesía, hablaban de mecánica cuántica, construyeron un telescopio con el que escudriñaban los cielos por la noche, y discutían sobre todo lo divino y lo humano. Y es que las noches dan para mucho.
Pero la vida sigue, y con el tiempo conoció de nuevo el amor. Su primer amante.
También universitariamente la vida continuaba. En agosto de 1936 publicaba su famoso artículo sobre los números computables, que está considerado como un clásico en teoría de la computación.
Y en otro de 1937 describía una “máquina universal”, un objeto autónomo y sin ninguna emoción, que podría funcionar por sí solo… para siempre.
Es su famosa “Máquina de Turing”, un dispositivo teórico que simula el comportamiento de cualquier tipo de ordenador, y para cuyo funcionamiento es imprescindible el concepto de algoritmo, que él pergeñó. (Continuará).
Algo que bien pensado, es lógico por un lado pero sorprendente por otro.
Lógico, dada la escasa divulgación que se ha hecho de él. Sorprendente, pues se trata de uno de los científicos más influyentes e interesantes del siglo XX.
En un intento de subsanar esta paradoja, dedicaremos un trío de enrocadas entradas a esta singular persona: Alan Turing.
De una infancia complicada a…
Ya desde su niñez, Alan demostró ser algo diferente a los demás niños de su ambiente. No en lo familiar, pues nacido en el seno de un hogar inglés de clase acomodada, su infancia y adolescencia transcurrieron normalmente para dicho entorno. Pero sí en la escuela.Asistió a una privada, y allí fue un alumno atípico. Tenía algunos, digamos, problemillas.
Por ejemplo le costaba distinguir la derecha de la izquierda. Lo que le hacía ser centro de las bromas de sus compañeros, que lo consideraban por ello un torpe.
También era muy, muy, malo en latín y en lengua, por lo que recibía no pocas reprimendas de sus profesores. Una mala combinación escolar ésta, de no caer bien ni a compañeros ni a profesores.
Pero si algo caracterizaba al joven Alan era el disfrute que le producía resolver problemas. Con sólo ocho años encontró la solución al primero de ellos.
Decidió pintarse un discreto punto rojo en su pulgar izquierdo; de esa manera ya no se equivocaba, y era igual que los demás. Nunca se enteraron de cómo lo consiguió.
Y para el segundo no se le ocurrió otra cosa que contrarrestarlo, destacando de manera brillante en las asignaturas que le gustaban: física y matemáticas. Y como destacó lo suficiente. Asunto resuelto.
…una adolescencia compleja
Con doce años, y para demostrarle a su padre que ya era un hombre, encontró él solo una colmena y extrajo miel salvaje para toda la familia. Una acción sin duda valerosa, pero no menos meritoria que el método que utilizó para encontrar la colmena.La halló dibujando, con todo detalle, las trayectorias de las abejas cercanas y encontrando el punto de intersección de sus recorridos que era, claro, la colmena.
Un trabajo intelectual impropio de un adolescente. Y es que ya apuntaba al prodigio en el que se convertiría como físico y matemático.
Dos acciones, una física y otra intelectual, que demostraban cómo a pesar de su corta edad, había superado, de largo, no sólo a los niños de su edad sino a muchos, muchos, adultos.
Pero ya en plena adolescencia, los problemas empezaron a ser otros más delicados.
Y lo malo era que su solución, ya no estaba tan a su alcance como antes.
Con dieciséis años, Alan, se dio cuenta de que le atraían físicamente los hombres. Era gay. Un mal asunto éste de la homosexualidad, máxime en un colegio y en plena Inglaterra victoriana de principios del siglo XX.
Con diecisiete años conoció a un chico algo mayor que él, de quien se enamoró. Mejor dicho se enamoraron.
Leían juntos libros de física y poesía, hablaban de mecánica cuántica, construyeron un telescopio con el que escudriñaban los cielos por la noche, y discutían sobre todo lo divino y lo humano. Y es que las noches dan para mucho.
La Máquina de Turing
Por desgracia, pocos meses después de conocerse, su amigo moría de tuberculosis. Un duro trance que le costó superar. Y a lo que sin duda ayudó el dedicarse, en cuerpo y alma, a la práctica de distintos deportes, remos y carreras de fondo, y a sus estudios de matemáticas.Pero la vida sigue, y con el tiempo conoció de nuevo el amor. Su primer amante.
También universitariamente la vida continuaba. En agosto de 1936 publicaba su famoso artículo sobre los números computables, que está considerado como un clásico en teoría de la computación.
Y en otro de 1937 describía una “máquina universal”, un objeto autónomo y sin ninguna emoción, que podría funcionar por sí solo… para siempre.
Es su famosa “Máquina de Turing”, un dispositivo teórico que simula el comportamiento de cualquier tipo de ordenador, y para cuyo funcionamiento es imprescindible el concepto de algoritmo, que él pergeñó. (Continuará).
ya era hora de que se hablara de homosexualidad y ciencia juntos. además enfecha tan oportuna
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