Le viene del nombre que en francés, Gênes, tiene la ciudad italiana Génova. Una pronunciación muy similar a la de la palabra inglesa jeans. El motivo es porque era en esa ciudad italiana, donde se fabricaba la lona marrón que exportaban a EEUU para toldos.
Lo curioso del asunto es que en esta ciudad, en Génova, ya se empleaba para fabricar los pantalones de los marineros de la armada genovesa. Era una prenda todo-uso que se podía llevar tanto seca como mojada, y cuyas perneras se podían remangar fácilmente, para así no entorpecer las faenas de cubierta o nadar.
Además estos pantalones se podían lavar, arrastrándolos en grandes redes bajo el barco. Con un par de horas de arrastre, entre la sal marina y el sol, se quedaban como nuevos. Y con el tiempo, el natural color marrón de la prenda terminaba siendo blanco.
Así que ésta es la historia del nombre. Jeans por el nombre en francés de Génova, la ciudad italiana donde se fabricaba la tosca lona. Pero, ¿y lo de color azul?
Aunque se podría decir que la historia del color es tan antigua como el hombre, no siempre nos ha resultado fácil teñir nuestras prendas de colores. Sólo hace algo más de dos mil quinientos años que conocemos las propiedades colorantes de determinadas sustancias vegetales como el palo Campeche o la cúrcuma.
Pero nuestro interés por cambiarles el color a materiales textiles como el algodón, el lino o la lana, por otros más vistosos, se ha visto con frecuencia frustrado, por la poca tendencia de muchos tintes naturales a adherirse o fijarse.
Algo que no ocurrió con el colorante extraído del glasto. Un arbusto de Europa septentrional cuyas hojas, tratadas con abono, producían un líquido amarillo con una propiedad extraordinaria. Las prendas que se teñían con este líquido, en presencia de aire, tomaban un brillante color azul. Un color añil.
Y no eran pocas las ventajas de este tinte. Su costo de producción era realmente bajo y su gran resistencia a la luz, al lavado y a los tratamientos con ácidos y álcalis, le hicieron ser muy utilizado por el hombre. De hecho, hasta no hace mucho, no era infrecuentes los países que lo utilizaban en sus uniformes militares.
Tan creciente fue su demanda, que hubo que buscar nuevas sustancias colorantes comparables a ese azul. Y fueron los mercaderes holandeses quienes, a comienzos del siglo XVII, encontraron en la India una planta que producía el mismo tinte añil del glasto europeo. Además crecía más rápido y era más barato. Pronto este añil de la India o Índigo inundó el mercado del Viejo Continente. Empezaba la época del Azul Índigo.
Casi tres siglos duró la primicia comercial de este tinte natural procedente de la India, el azul índigo. Un dominio que vino a romperse cuando, en 1856, el químico W. H. Perkin mientras trabajaba en su laboratorio, y con tan solo 18 años, hizo un descubrimiento casual.
Eran tiempos, estos de mediados del siglo XIX, en los que la malaria producía estragos en la población humana, y Perkin trabajaba afanosamente en la síntesis de la quinina. Un alcaloide que se extrae de una planta llamada quina, cuya corteza tiene propiedades antipiréticas.
Pues bien, en uno de sus experimentos obtuvo una sustancia que no buscaba. Una sustancia de color púrpura pálido, por lo que la llamó malva y que ¡teñía de azul brillante la lana y la seda!
Enseguida se preguntó si se podría usar como tinte. Y fue que sí ¡Había nacido la industria de los colorantes sintéticos! Es lo que se conoce como un descubrimiento serendípico o por casualidad
Este azul sintético se vendió muchísimo, y a ello contribuyeron por desgracia las dos Guerras Mundiales, que llegaron a destrozar muchos uniformes. Pero tras la última de ellas, su venta cayó en picado. (Continuará)
Lo curioso del asunto es que en esta ciudad, en Génova, ya se empleaba para fabricar los pantalones de los marineros de la armada genovesa. Era una prenda todo-uso que se podía llevar tanto seca como mojada, y cuyas perneras se podían remangar fácilmente, para así no entorpecer las faenas de cubierta o nadar.
Además estos pantalones se podían lavar, arrastrándolos en grandes redes bajo el barco. Con un par de horas de arrastre, entre la sal marina y el sol, se quedaban como nuevos. Y con el tiempo, el natural color marrón de la prenda terminaba siendo blanco.
Así que ésta es la historia del nombre. Jeans por el nombre en francés de Génova, la ciudad italiana donde se fabricaba la tosca lona. Pero, ¿y lo de color azul?
¿Y lo de color azul?
Aunque se podría decir que la historia del color es tan antigua como el hombre, no siempre nos ha resultado fácil teñir nuestras prendas de colores. Sólo hace algo más de dos mil quinientos años que conocemos las propiedades colorantes de determinadas sustancias vegetales como el palo Campeche o la cúrcuma.
Pero nuestro interés por cambiarles el color a materiales textiles como el algodón, el lino o la lana, por otros más vistosos, se ha visto con frecuencia frustrado, por la poca tendencia de muchos tintes naturales a adherirse o fijarse.
Algo que no ocurrió con el colorante extraído del glasto. Un arbusto de Europa septentrional cuyas hojas, tratadas con abono, producían un líquido amarillo con una propiedad extraordinaria. Las prendas que se teñían con este líquido, en presencia de aire, tomaban un brillante color azul. Un color añil.
Y no eran pocas las ventajas de este tinte. Su costo de producción era realmente bajo y su gran resistencia a la luz, al lavado y a los tratamientos con ácidos y álcalis, le hicieron ser muy utilizado por el hombre. De hecho, hasta no hace mucho, no era infrecuentes los países que lo utilizaban en sus uniformes militares.
Tan creciente fue su demanda, que hubo que buscar nuevas sustancias colorantes comparables a ese azul. Y fueron los mercaderes holandeses quienes, a comienzos del siglo XVII, encontraron en la India una planta que producía el mismo tinte añil del glasto europeo. Además crecía más rápido y era más barato. Pronto este añil de la India o Índigo inundó el mercado del Viejo Continente. Empezaba la época del Azul Índigo.
Casi tres siglos duró la primicia comercial de este tinte natural procedente de la India, el azul índigo. Un dominio que vino a romperse cuando, en 1856, el químico W. H. Perkin mientras trabajaba en su laboratorio, y con tan solo 18 años, hizo un descubrimiento casual.
Eran tiempos, estos de mediados del siglo XIX, en los que la malaria producía estragos en la población humana, y Perkin trabajaba afanosamente en la síntesis de la quinina. Un alcaloide que se extrae de una planta llamada quina, cuya corteza tiene propiedades antipiréticas.
Pues bien, en uno de sus experimentos obtuvo una sustancia que no buscaba. Una sustancia de color púrpura pálido, por lo que la llamó malva y que ¡teñía de azul brillante la lana y la seda!
Enseguida se preguntó si se podría usar como tinte. Y fue que sí ¡Había nacido la industria de los colorantes sintéticos! Es lo que se conoce como un descubrimiento serendípico o por casualidad
Este azul sintético se vendió muchísimo, y a ello contribuyeron por desgracia las dos Guerras Mundiales, que llegaron a destrozar muchos uniformes. Pero tras la última de ellas, su venta cayó en picado. (Continuará)
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